y el aborto pero sigue sin condenar la guerra
proyectada por los americanos.
Tambien la Iglesia católica apoyó la venganza americana. Recuerdo cómo el entonces portavoz del Vaticano, Joaquín Navarro Valls –un seglar español jefe de prensa de la Santa Sede de 1984 a 2006, igualmente opusdeísta–, anunciaba que la Santa Sede “entendería el uso de la fuerza por parte de Estados Unidos”. Navarro Valls advirtió que prefería una solución no violenta a la crisis desatada y deseaba que cualquier acción emprendida fuera contra el terrorismo y no contra el Islam. Pero, al mismo tiempo, advertía que “si alguien ha hecho un daño enorme a la sociedad y existe el peligro, si queda libre, de que continúe haciéndolo, uno tiene el derecho de aplicar la legítima defensa en nombre de la sociedad que dirige, incluso si los métodos elegidos llegan a ser agresivos”. El portavoz del Vaticano matizó con precisión escrivana que ”a veces es más prudente actuar que ser pasivo. En este sentido –aseguraba–, el Papa no es pacifista”
La avanzada edad del Papa Wojtyla, que entonces tenía 81 años y su pésima salud, así como estas declaraciones de su portavoz, despertaron la sospecha de que quien en realidad dirigía la Iglesia no era su cabeza visible, en franco declive, sino quienes se aprovechaban, desde la sombra, de la misma: los dirigentes del Opus, con su doble política vaticanista.
Los Estados Unidos, promotores de las dictaduras militares más sangrientas de la historia y financiadores y entrenadores de grupos terroristas extendidos por el mundo, quisieron hacer justicia, sin preocuparse de los miles de civiles injustamente muertos por las armas. Y la Iglesia católica de Ángelo Sodano, de Ángelo Navarro Valls y del Opus Dei, justificaron esa guerra, lo mismo que el presidente Aznar, quien no sólo se apresuró a apoyar incondicionalmente las acciones antiterroristas de los EEUU en una lucha “del bien contra el mal”, sino la misma guerra sucia, tan duramente criticada durante su etapa de candidato a la presidencia.
A finales del 2001, el Papa mantuvo, en su viaje a Armenia, los llamamientos a la paz, mientras caminaba de puntillas sobre el puente que unía el cristianismo con el islam, vigilado de cerca por el opusdeísta, Navarro Valls, quien sostenía que “la Santa Sede entendería” una respuesta violenta de EEUU como un acto de legítima defensa. El portavoz del Vaticano aseguraba que se había limitado a citar dos páginas del catecismo de la Iglesia y que, por tanto, la actitud de la Santa Sede no había cambiado. En esta ocasión, el Pontífice no le enmendó la plana. Es más, varios miembros del séquito de Karol Wojtyla, se pronunciaron en la misma línea, sin que el capitán del barco desminiera a ninguno de sus tripulantes.
En una carta, escrita el 3 de julio del 2004, por que el cardenal Ratzinger, entonces Prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, al Cardenal Theodore McCarrick, Arzobispo de Washington, y a Monseñor Wilton Gregory, presidente de la conferencia de Obispos Católicos de los EEUU, advertía claramente: “Puede haber una legítima diversidad de opiniones entre católicos respecto de ir a la guerra y aplicar la pena de muerte, pero, sin embargo, no la hay respecto del aborto y la eutanasia”. Posteriormente, el 31 de agosto del 2005, Ratzinger era elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI, y emitió discursos y sentencias, pero ni corregiría estas palabras ni se retractaría de lo escrito y mantenido sobre la guerra.
Por su parte, Bush anunciaba en el Congreso su decisión de desplegar tropas en varios países, sin predecir ni el alcance ni la duración. Bush habló primero de “Cruzada”, de “guerra”, de “lucha del Bien contra el Mal”, y llegó a expresar: “O bien se está con nosotros o se está con los terroristas”. Y continuó discurriendo sobre su libertad y su de justicia mientras persistía el problema palestino, el embargo, la posterior guerra a Irak y el apoyo incondicional a gobiernos despóticos y corruptos.
Los grandes negociantes de armas del Pentágono se frotaron las manos mientras enseñaban los dientes, apretaban los puños y animaban al presidente a demostrar, con la fuerza de las armas, que USA seguía siendo la primera potencia mundial, gracias a su poder militar. Bush se apresusó a darles la razón y el apoyo necesario para sostener una guerra sin cuartel contra los talibanes y, de paso, perseguir a un a Bin Laden que no supieron encontrar. Aunque presidentes como el de Irán, Mohamed Jatami, advirtiera muy sagazmente que “aunque se demuestre que Bin Laden es el culpable, no se puede castigar por ello a todo el pueblo afgano”. Y añadiera que una acción militar en Afganistán es como “responder a una catástrofe con otra catástrofe”.
En esta política confusa y desconcertante, Bush contó casi siempre con la bendición de los Obispos de USA, que apoyaron su decisión de atacar. Éstos mandaron una carta al presidente, en la que le expresaban su solidaridad con la decisión de responder al terrorismo con las armas. Una postura en contraposición con la del Papa Juan Pablo II, que decía defender la paz y el diálogo. Claro que también el Papa contaba con otro contrincante más cercano, infiltrado en su propia casa: el opusdeísta Navarro Valls, un español portavoz entonces del Vaticano del que ya se conocía su postura, tan próxima a la Casa Blanca.
La avanzada edad del Papa Wojtyla, que entonces tenía 81 años y su pésima salud, así como estas declaraciones de su portavoz, despertaron la sospecha de que quien en realidad dirigía la Iglesia no era su cabeza visible, en franco declive, sino quienes se aprovechaban, desde la sombra, de la misma: los dirigentes del Opus, con su doble política vaticanista.
Los Estados Unidos, promotores de las dictaduras militares más sangrientas de la historia y financiadores y entrenadores de grupos terroristas extendidos por el mundo, quisieron hacer justicia, sin preocuparse de los miles de civiles injustamente muertos por las armas. Y la Iglesia católica de Ángelo Sodano, de Ángelo Navarro Valls y del Opus Dei, justificaron esa guerra, lo mismo que el presidente Aznar, quien no sólo se apresuró a apoyar incondicionalmente las acciones antiterroristas de los EEUU en una lucha “del bien contra el mal”, sino la misma guerra sucia, tan duramente criticada durante su etapa de candidato a la presidencia.
A finales del 2001, el Papa mantuvo, en su viaje a Armenia, los llamamientos a la paz, mientras caminaba de puntillas sobre el puente que unía el cristianismo con el islam, vigilado de cerca por el opusdeísta, Navarro Valls, quien sostenía que “la Santa Sede entendería” una respuesta violenta de EEUU como un acto de legítima defensa. El portavoz del Vaticano aseguraba que se había limitado a citar dos páginas del catecismo de la Iglesia y que, por tanto, la actitud de la Santa Sede no había cambiado. En esta ocasión, el Pontífice no le enmendó la plana. Es más, varios miembros del séquito de Karol Wojtyla, se pronunciaron en la misma línea, sin que el capitán del barco desminiera a ninguno de sus tripulantes.
En una carta, escrita el 3 de julio del 2004, por que el cardenal Ratzinger, entonces Prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, al Cardenal Theodore McCarrick, Arzobispo de Washington, y a Monseñor Wilton Gregory, presidente de la conferencia de Obispos Católicos de los EEUU, advertía claramente: “Puede haber una legítima diversidad de opiniones entre católicos respecto de ir a la guerra y aplicar la pena de muerte, pero, sin embargo, no la hay respecto del aborto y la eutanasia”. Posteriormente, el 31 de agosto del 2005, Ratzinger era elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI, y emitió discursos y sentencias, pero ni corregiría estas palabras ni se retractaría de lo escrito y mantenido sobre la guerra.
Por su parte, Bush anunciaba en el Congreso su decisión de desplegar tropas en varios países, sin predecir ni el alcance ni la duración. Bush habló primero de “Cruzada”, de “guerra”, de “lucha del Bien contra el Mal”, y llegó a expresar: “O bien se está con nosotros o se está con los terroristas”. Y continuó discurriendo sobre su libertad y su de justicia mientras persistía el problema palestino, el embargo, la posterior guerra a Irak y el apoyo incondicional a gobiernos despóticos y corruptos.
Los grandes negociantes de armas del Pentágono se frotaron las manos mientras enseñaban los dientes, apretaban los puños y animaban al presidente a demostrar, con la fuerza de las armas, que USA seguía siendo la primera potencia mundial, gracias a su poder militar. Bush se apresusó a darles la razón y el apoyo necesario para sostener una guerra sin cuartel contra los talibanes y, de paso, perseguir a un a Bin Laden que no supieron encontrar. Aunque presidentes como el de Irán, Mohamed Jatami, advirtiera muy sagazmente que “aunque se demuestre que Bin Laden es el culpable, no se puede castigar por ello a todo el pueblo afgano”. Y añadiera que una acción militar en Afganistán es como “responder a una catástrofe con otra catástrofe”.
En esta política confusa y desconcertante, Bush contó casi siempre con la bendición de los Obispos de USA, que apoyaron su decisión de atacar. Éstos mandaron una carta al presidente, en la que le expresaban su solidaridad con la decisión de responder al terrorismo con las armas. Una postura en contraposición con la del Papa Juan Pablo II, que decía defender la paz y el diálogo. Claro que también el Papa contaba con otro contrincante más cercano, infiltrado en su propia casa: el opusdeísta Navarro Valls, un español portavoz entonces del Vaticano del que ya se conocía su postura, tan próxima a la Casa Blanca.
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