Otoño en Lisboa
Hace seis años por estas fechas, lejos de la tensión y de los preparativos de un ataque americano inminente, me encontraba en Lisboa, donde el Tajo va a morir tras haber nacido en la sierra de Albarracín y haber recorrido 1.080 kilómetros. La Banda Sinfónica de Alcobendas se había trasladado al puerto lusitano para celebrar, bajo la organización del Ayuntamiento comunista de Seixal, el XII Festival Internacional de Bandas Filarmónicas. Allí descubrí cómo la cultura, promovida por esta clase de acontecimientos musicales, no estaba reñida con el el bajo nivel de vida y la alta presencia de gitanos y de vecinos de raza negra, provenientes de las antiguas colonias (Cabo Verde, Guinea, Mozanbique).
Nos alojamos en el Albergue Juvenil Almada, desde donde disfrutamos de una espléndida vista de Lisboa y de su puerto de mar. Todo sonaba aparentemente a melodiosa paz y a concordia en esta tierra en la que Fernando Pessoa, el mayor poeta portugués, escribiera su “Oda marina”. Aunque algunos lamentaban la comida, realmente deplorable, que nos dieron en el albergue.
A lo largo de dos días, intervino una banda portuguesas (de Arrantela), otra italiana (de Châtillon) y la nuestra. Faltaba la de Pozoblanco que, debido a la muerte accidental de uno de sus componentes, acaecida el mismo día en que debía partir (se había quedado rezagado en Madrid por asuntos de trabajo), debió renunciar, en último momento.
En los diferentes actos en los que participamos –dos conciertos y un desfile– hubo palabras de agradecimiento de las autoridades, ofrecimientos de obsequios para representantes y participantes, así como promesas futuras de intercambios en las sedes respectivas, mientras éramos testigos directos de esa rabia americana a punto de explotar sobre Afganistán. Sin embargo, por dos días consecutivos no quise enterarme de lo que ocurría más allá de lo que alcanzaban mis ojos, y disfruté exclusivamente del paisaje lisboetano frente al Atlántico y de las bandas filarmónicas que amenizaron las veladas.
Hace seis años por estas fechas, lejos de la tensión y de los preparativos de un ataque americano inminente, me encontraba en Lisboa, donde el Tajo va a morir tras haber nacido en la sierra de Albarracín y haber recorrido 1.080 kilómetros. La Banda Sinfónica de Alcobendas se había trasladado al puerto lusitano para celebrar, bajo la organización del Ayuntamiento comunista de Seixal, el XII Festival Internacional de Bandas Filarmónicas. Allí descubrí cómo la cultura, promovida por esta clase de acontecimientos musicales, no estaba reñida con el el bajo nivel de vida y la alta presencia de gitanos y de vecinos de raza negra, provenientes de las antiguas colonias (Cabo Verde, Guinea, Mozanbique).
Nos alojamos en el Albergue Juvenil Almada, desde donde disfrutamos de una espléndida vista de Lisboa y de su puerto de mar. Todo sonaba aparentemente a melodiosa paz y a concordia en esta tierra en la que Fernando Pessoa, el mayor poeta portugués, escribiera su “Oda marina”. Aunque algunos lamentaban la comida, realmente deplorable, que nos dieron en el albergue.
A lo largo de dos días, intervino una banda portuguesas (de Arrantela), otra italiana (de Châtillon) y la nuestra. Faltaba la de Pozoblanco que, debido a la muerte accidental de uno de sus componentes, acaecida el mismo día en que debía partir (se había quedado rezagado en Madrid por asuntos de trabajo), debió renunciar, en último momento.
En los diferentes actos en los que participamos –dos conciertos y un desfile– hubo palabras de agradecimiento de las autoridades, ofrecimientos de obsequios para representantes y participantes, así como promesas futuras de intercambios en las sedes respectivas, mientras éramos testigos directos de esa rabia americana a punto de explotar sobre Afganistán. Sin embargo, por dos días consecutivos no quise enterarme de lo que ocurría más allá de lo que alcanzaban mis ojos, y disfruté exclusivamente del paisaje lisboetano frente al Atlántico y de las bandas filarmónicas que amenizaron las veladas.
Es bien cierto, que todos los humanos podemos hacer algo por modificar la vida de este planeta. Pero también es cierto, que debemos de coger fuerzas para enfrentarnos a tantas malas actuaciones, que abusando del cargo que ocupan, cometen tantas personas. Y ¿Como se cogen esas fuerzas, para no estar siempre cabreado y triste?, pués contemplando una puesta de sol, una salida del mismo sobre el mar o la montaña. De muchísimas formas y maneras, y que conste que no es ninguna cursilería. Son situaciones que nos fortalecen interiormente para desde nuestro pequeño pedestal, luchar por las injusticias.
ResponderEliminarMe complace saber que alguien desde castilla mira en lontananza de su memoria y recuerdo, a portugal. gracias. chiflos
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