Los habitantes de las Baleares, que tienen la mayor renta per cápita del país, generan en Navidades montañas de basura.
Continuando con el viaje a Mallorca, recuerdo cómo esa noche celebramos la Navidad, equinoccio de invierno, frente al del verano, en la noche de San Juan. Al día siguiente, Palma de Mallorca estaba desconocida y la velada de la noche anterior hizo que muchos se levantaran más tarde que nunca. Yo, en cambio, siempre a contracorriente, me levanté temprano y salí a dar una vuelta. Confieso que fue un paseo triste y lúgubre. La fiesta de la noche anterior, en la que los mallorquines parecían tirar la casa por la ventana, había desbordado todos los contenedores de basura que encontré a mi paso, dejando al descubierto desechos y desperdicios. ¿Ha visto alguien una ciudad antes de que sus habitantes despierten?. Aquella mañana una soledad urbana inusual se había apoderado de sus calles. Y, en medio de aquel silencio, montones de basura de la noche pasada se exhibían por doquier. Basura amontonada de lo más íntimo de cada uno al descubierto. Cada español generábamos diariamente más de un kilo de desperdicios. Pero, al llegar las Navidades, los isleños aumentaban esta cifra en un 75 por ciento. Los locales públicos permanecían cerrados. Ni siquiera los quioscos donde se vendía la presa permanecían abiertos. Nadie leía ese día los periódicos o revistas. Ninguna noticia circulaba por la isla y, en aquel ambiente nauseabundo, la gente parecía haber desaparecido Sólo el sol se atrevía a salir encontrándose con aquella podredumbre. El frío no molestaba, pero sí la humedad que calaba muy adentro.
Pasé esa Navidad del 2001 sin noticias del mundo exterior, ni siquiera de la guerra de Afganistán. El isleño, sólo preocupado por sus cosas y por el dinero que tenía o le faltaba en el banco, se despreocupaba de todo lo que estaba más allá de sus mares. Aquí, más que en el resto de España, todo el sistema funcionaba alrededor de los bancos. Y, aunque en estas fiestas permanecían cerrados, los banqueros seguían mandando, desde la sombra. Era fácil comprobar cómo, una inmensa mayoría de isleños, que sólo se interesaba por la cultura de la ensaimada y de la sobrasada, vivían igual de felices o desgraciados sin las noticias del día y sin preocuparse de lo que sucedía más allá de la isla. Lo único que, en esos momento, parecía importarles era recuperarse de casi una noche de juerga y de hartazgo, a fin de llegar, medianamente y sin mucha resaca, a la cita gastronómica del día de Navidad.
El isleño estaba dispuesto a celebrar la Navidad de la manera más suculenta, entregándose en cuerpo y alma a una comida pantagruélica que había empezado con la cena ostentosa del día anterior. Y, mientras en la radio, los villancicos seguían martilleando al oyente o hablaban ceremoniosamente de sentimientos de paz y solidaridad, en los hogares se celebró una comida por todo lo alto: marisco, piezas de carne para asar, dorada, rape o merluza, gambones, langostinos, bogavantes o cigalas, turrón fuerte y turrón blando, vinos, champaña, whisky, licores y bebidas alcohólicas de alta graduación de acuerdo con la celebración de un nacimiento que había rayado con la pobreza de solemnidad.
En esta especie de parodia social, curiosamente, quienes daban el ósculo de la paz y recordaban el nacimiento de Cristo en Belén, eran los mismos que apoyaban el Estado judío y se olvidaban de todas las guerras que aumentaban el negocio de armamentos.
“Navidad, Navidad, dulce Navidad”, siguieron entonando a mis espaldas en una emisora popular. Era la cruel y engañosa Navidad de todos los años.
Pasé esa Navidad del 2001 sin noticias del mundo exterior, ni siquiera de la guerra de Afganistán. El isleño, sólo preocupado por sus cosas y por el dinero que tenía o le faltaba en el banco, se despreocupaba de todo lo que estaba más allá de sus mares. Aquí, más que en el resto de España, todo el sistema funcionaba alrededor de los bancos. Y, aunque en estas fiestas permanecían cerrados, los banqueros seguían mandando, desde la sombra. Era fácil comprobar cómo, una inmensa mayoría de isleños, que sólo se interesaba por la cultura de la ensaimada y de la sobrasada, vivían igual de felices o desgraciados sin las noticias del día y sin preocuparse de lo que sucedía más allá de la isla. Lo único que, en esos momento, parecía importarles era recuperarse de casi una noche de juerga y de hartazgo, a fin de llegar, medianamente y sin mucha resaca, a la cita gastronómica del día de Navidad.
El isleño estaba dispuesto a celebrar la Navidad de la manera más suculenta, entregándose en cuerpo y alma a una comida pantagruélica que había empezado con la cena ostentosa del día anterior. Y, mientras en la radio, los villancicos seguían martilleando al oyente o hablaban ceremoniosamente de sentimientos de paz y solidaridad, en los hogares se celebró una comida por todo lo alto: marisco, piezas de carne para asar, dorada, rape o merluza, gambones, langostinos, bogavantes o cigalas, turrón fuerte y turrón blando, vinos, champaña, whisky, licores y bebidas alcohólicas de alta graduación de acuerdo con la celebración de un nacimiento que había rayado con la pobreza de solemnidad.
En esta especie de parodia social, curiosamente, quienes daban el ósculo de la paz y recordaban el nacimiento de Cristo en Belén, eran los mismos que apoyaban el Estado judío y se olvidaban de todas las guerras que aumentaban el negocio de armamentos.
“Navidad, Navidad, dulce Navidad”, siguieron entonando a mis espaldas en una emisora popular. Era la cruel y engañosa Navidad de todos los años.
A la basura convencional podría añadirse la orina y heces, como residuos organicos, Unos 4 kg. más por individuo, más la grasa que tras las navidades se quitan algunas señoras realizándose una liposucción. Afortunadamente las ratas abundantisimas por cientos de miles están ahí para deglutir en los vertederos hasta el 60% de los residuos de una población. De no ser por ellas y la función social que realizan la administración tendría un grave problema. Pero ¿cuanto durará esto? ¿Llegará un dia en que las ratas salgan a la superficie para conseguir sus productos directamente de los supermercados? ¿aprenderán a abrir las latas y los envoltorios? Me temo que puede quedar poco para eso, y así lo afirmaba Dn. Rafael Lafuente nuestro afamado futurólogo quien afirmó tras el visionado de "El planeta de los simios" que serían las ratas y no los monos quienes suplantarian al ser humano -tras su extinción- en la organización de estructuras sociales de cierta complejidad, practicando el totalitarismo de derechas, y dirigidas por un gran lider de unos 70 años. (glub...)
ResponderEliminarchiflos.
Esta, amigo Chiflos, es la otra consecuencia de las navidades y de esta sociedad de consumo. Albert Camus ya hablaba en "La peste" (publicada en 1947)de la destrucción de las ratas, que acaban con todo, dibujando un panorama que hoy se acerca a tus observaciones. "Digamos, para simplificar -confiesa el personaje Tarrou de la novela a su amigo Rieux-, que yo sufría la peste mucho antes de que conociera esta ciudad y esta epidemia... Pero hay personas que no lo saben o que se encuentran a gusto en este estado...Yo siempre he tratado de salir de él"
ResponderEliminarSantiago Miró