Medianoche de fin de año.
Mientras me dispongo a escuchar las doce campanadas que despedirán este año y darán entrada al nuevo, recuerdo cuando, hace 365 días, iniciara, en plan casi suicida, este “Diario de un periodista en paro”, como si fuera un condenado a muerte sin otra opción que contar los últimos días de su existencia. A medida que avanzaba en sus páginas, presentía lo difícil de mi meta. Sabía del peligro a que me exponía de que me acusaran de haber mentido y de haber expuesto verdades a medias, de ser tratado de loco estrafalario, suicida desertor o vil traidor. El enfrentarme directamente a ciertos temas suponía riesgos no del todo controlables. Y ¿quién se expone a ser crucificado en medio de las burlas de un enemigo implacable? Pero ¿qué podía perder ya después de haber perdido mi arma de trabajo?
“No hay ningún periódico ni revista en este país –me comentaba en cierta ocasión el humorista y entrevistador, Pedro Ruiz– que publique una verdad que no convenga al capital que lo financia. En este sentido, mantengo que no hay periodismo libre porque todos los medios salvaguardan celosamente sus propios intereses, aunque vayan en contra de los intereses del público que los sostienen”. Sabía que los diarios más libres estaban condenados a no contar todo lo que sabían, en aras al mejor entendimiento y a una supuesta concordia. Y estaba convencido de que mi objetivo sería muy difícil de llevarlo a cabo.
A veces me he preguntado si la idea de escribir “Zeta, el imperio del zorro” fue un acierto o un desacierto. “Te estás construyendo tu propia tumba –me decían los que sabían lo que estaba preparando–. Cada día que escribes es un ladrillo que pones sobre tu tumba. Y, cuando lo publiques, será ya demasiado tarde y no podrás salir de tu sepultura por más vivo que te sientas”. No me quejo de la profecía. Luego, me preguntaron: ¿Acaso pretendías que este diario no fuera una especie de suicidio profesional?. Sabía que no me quedaban muchas esperanzas de sobrevivir en este mundo en el que la solidaridad entre los explotadores es más viva que la de los que nos sentimos explotados. Aún así, tenía que hacerlo. Porque era preferible morir gritando que vivir en el más vergonzoso silencio. Y lo peor del caso es que adivinaran mis intenciones y, previendo el escándalo, llegaran a un acuerdo entre ellos, para silenciar los mismos gritos agónicos.
Pero no me importa. Durante este tiempo, he recuperado fuerzas que, de otra manera, hubieran quedado desperdigadas y diluidas. Es más, no sé cómo agradecer a quienes intentaron taparme la boca, tras un paro más largo que una guerra de cien días, borrando mi nombre y mis actividades y cerrándome casi todas las puertas. Necesitaba este periodo de reflexión. Lo necesita toda persona que intenta reestructurar su caos. Un periodo en el que las condenas y anatemas contra mí se centrifugan y pasan a ser, a la larga, defensas de mi libertad.
Reconozco que mi plan kafkiano de escribir periódicamente lo que le sucede a un periodista en paro ha sido un reto que acepté gratuitamente y no me arrepiento haberlo llevado a cabo. Yo sé que las cosas no son tal como aparentan. Ni siquiera las que parecen ser más auténticas. Sé que aún puedo dar mucha guerra y que, mientras no se demuestre lo contrario, tengo aún muchos días por delante para gritar mis protestas y manifestar mis desacuerdos, aunque tenga que escribir derecho, con letras torcidas por las circunstancias. Sé que éstas seguirán siendo posiblemente adversas y que la lucha acaba de empezar. Pero sólo si resisto, conseguiré lo que busco. Este es mi objetivo dentro de un plan trazado de antemano.
“No hay ningún periódico ni revista en este país –me comentaba en cierta ocasión el humorista y entrevistador, Pedro Ruiz– que publique una verdad que no convenga al capital que lo financia. En este sentido, mantengo que no hay periodismo libre porque todos los medios salvaguardan celosamente sus propios intereses, aunque vayan en contra de los intereses del público que los sostienen”. Sabía que los diarios más libres estaban condenados a no contar todo lo que sabían, en aras al mejor entendimiento y a una supuesta concordia. Y estaba convencido de que mi objetivo sería muy difícil de llevarlo a cabo.
A veces me he preguntado si la idea de escribir “Zeta, el imperio del zorro” fue un acierto o un desacierto. “Te estás construyendo tu propia tumba –me decían los que sabían lo que estaba preparando–. Cada día que escribes es un ladrillo que pones sobre tu tumba. Y, cuando lo publiques, será ya demasiado tarde y no podrás salir de tu sepultura por más vivo que te sientas”. No me quejo de la profecía. Luego, me preguntaron: ¿Acaso pretendías que este diario no fuera una especie de suicidio profesional?. Sabía que no me quedaban muchas esperanzas de sobrevivir en este mundo en el que la solidaridad entre los explotadores es más viva que la de los que nos sentimos explotados. Aún así, tenía que hacerlo. Porque era preferible morir gritando que vivir en el más vergonzoso silencio. Y lo peor del caso es que adivinaran mis intenciones y, previendo el escándalo, llegaran a un acuerdo entre ellos, para silenciar los mismos gritos agónicos.
Pero no me importa. Durante este tiempo, he recuperado fuerzas que, de otra manera, hubieran quedado desperdigadas y diluidas. Es más, no sé cómo agradecer a quienes intentaron taparme la boca, tras un paro más largo que una guerra de cien días, borrando mi nombre y mis actividades y cerrándome casi todas las puertas. Necesitaba este periodo de reflexión. Lo necesita toda persona que intenta reestructurar su caos. Un periodo en el que las condenas y anatemas contra mí se centrifugan y pasan a ser, a la larga, defensas de mi libertad.
Reconozco que mi plan kafkiano de escribir periódicamente lo que le sucede a un periodista en paro ha sido un reto que acepté gratuitamente y no me arrepiento haberlo llevado a cabo. Yo sé que las cosas no son tal como aparentan. Ni siquiera las que parecen ser más auténticas. Sé que aún puedo dar mucha guerra y que, mientras no se demuestre lo contrario, tengo aún muchos días por delante para gritar mis protestas y manifestar mis desacuerdos, aunque tenga que escribir derecho, con letras torcidas por las circunstancias. Sé que éstas seguirán siendo posiblemente adversas y que la lucha acaba de empezar. Pero sólo si resisto, conseguiré lo que busco. Este es mi objetivo dentro de un plan trazado de antemano.
Pese a todo, hoy, San Silvestre, última jornada de este año, hago un balance de mis posibles errores de este diario y corrijo en lo posible mi objetivo. En esta guerra que ya había empezado cuando nací y que continuará tras mi paso por el mundo, me enseñaron a disparar contra todo enemigo. Siento que alguna bala se me haya escapado contra quien, en el fondo, no es directamente mi adversario y haya ocasionado daños colaterales. Siento que esta sociedad de clases se convierta en lucha constante entre amigos y enemigos ni buscados ni escogidos. Y que la confusión entre ambos se haya convertido en algo inevitable. Siento, sobre todo, que, en mis ataques y diatribas contra mis contrincantes, se levanten quienes, en el fondo, tengan mis mismos ideales y que nos estemos disparando ciegamente en una sociedad en lucha permanente de clases. Siento, en fin, que tenga que justificarme porque mis vocablos, frases, artículos y reportajes, hayan causado daño a terceros y hayan sido recibidos como balas de verdad, cuando, en realidad, no disparaba más que balas de fogueo, aunque con verdaderos sentimientos de amor, odio, indiferencia y hastío. Todo, menos el liarme con la sacrosanta objetividad de los meapilas de turno.
Querido amigo, como personaje de tu valiente "Zeta, el imperio del zorro", te abrazo con este poema del libro "Nadadores de altura" (inédito por ahora):
ResponderEliminarY nadar. Y nadar. En la inmovilidad. Lejos de la costa.
De esa mancha de palabras que se extiende y que no entiendo.
Bajo el peso de las olas. Al vértice de la oscuridad.
Al corazón del silencio. Sí, donde late la náusea.
Rebelarme y callar. Mudo. Y vomitar. Vaciar las entrañas.
De voces el cuerpo. Es la esperanza. Donde quiera que llegue.
Ver el rostro de lo no dicho. Y nadar. Y decir. Y nadar. Y decir.
Al fin, decir. Estoy aquí. Estoy aquí. Vivo.
En ningún sitio. En ningún nombre. Libre.