Empleo más tiempo en pensar y en escribir que en hablar. Los silencios se me hacen más expresivos que la palabra, cada vez más volátil y devaluada. Sobre todo, en tiempo de campaña electoral, en la que me proponen imágenes y objetivos verbales grandilocuentes, al alcance de la Luna pero tantas veces a ras de un vil objetivo perseguido.
Cada mañana, los medios de comunicación recogen las gestas y promesas de los partidos políticos que pretenden sorprendernos con nuevas ofertas para atraer a sus electores. Sus eslóganes inundan los diarios, revistas y emisoras de radio y televisión. Y, sus ofertas desmesuradas, ni se recatan en medios ni en ideas, aún sabiendo que es imposible cumplirlas, con tal de convencer a sus partidarios respectivos.
Tras una legislatura de tropiezos y de errores, de pronto, como por arte de magia, todos llegan con la posible solución bajo el brazo. Y el panorama se convierte en una guerra de palabras y de gestos entre las derechas, las izquierdas y el centro. Más que convencer a sus partidarios de sus propios razonamientos, todos tratan de desarmar a sus contrincantes, demostrando así la razón de sus votos. Y, ante la explosión diaria de palabras y de manifestaciones que nos desbordan, muchas de ellas sin ton ni son, otras, bajo su aparente seriedad y compromiso, superfluas, nimias, triviales y cargadas de demagogia, yo prefiero no manifestar, y menos, espontáneamente, todo lo que se me ocurre y pienso. Pese a que hay campañas que agobian con sus promesas y palabras retóricas que tratan de envolverte con sus mensajes, paso de largo, envuelto en mi silencio. Es el último de los derechos, tal vez el más preciado, del que no pienso prescindir, en este mundo de palabras y torbellinos verbales, de expresiones altisonantes y de discursos interesados. Y el silencio oceánico de los que no tienen voz, pero sí la fuerza suficiente para hacer tambalear cualquier propuesta.
Cada mañana, los medios de comunicación recogen las gestas y promesas de los partidos políticos que pretenden sorprendernos con nuevas ofertas para atraer a sus electores. Sus eslóganes inundan los diarios, revistas y emisoras de radio y televisión. Y, sus ofertas desmesuradas, ni se recatan en medios ni en ideas, aún sabiendo que es imposible cumplirlas, con tal de convencer a sus partidarios respectivos.
Tras una legislatura de tropiezos y de errores, de pronto, como por arte de magia, todos llegan con la posible solución bajo el brazo. Y el panorama se convierte en una guerra de palabras y de gestos entre las derechas, las izquierdas y el centro. Más que convencer a sus partidarios de sus propios razonamientos, todos tratan de desarmar a sus contrincantes, demostrando así la razón de sus votos. Y, ante la explosión diaria de palabras y de manifestaciones que nos desbordan, muchas de ellas sin ton ni son, otras, bajo su aparente seriedad y compromiso, superfluas, nimias, triviales y cargadas de demagogia, yo prefiero no manifestar, y menos, espontáneamente, todo lo que se me ocurre y pienso. Pese a que hay campañas que agobian con sus promesas y palabras retóricas que tratan de envolverte con sus mensajes, paso de largo, envuelto en mi silencio. Es el último de los derechos, tal vez el más preciado, del que no pienso prescindir, en este mundo de palabras y torbellinos verbales, de expresiones altisonantes y de discursos interesados. Y el silencio oceánico de los que no tienen voz, pero sí la fuerza suficiente para hacer tambalear cualquier propuesta.