El MV Aquarius, barco
botado en 1977, utilizado desde 2016 para tareas de salvamento marítimo,
lanzaba hace unas semanas un angustioso grito pidiendo auxilio. Se encontraba
en alta mar con 141 inmigrantes a bordo recogidos en las costas de Libia y
solicitó un puerto europeo en el que desembarcarlos. Dos meses antes había
hecho lo mismo tras la negativa de los Gobiernos de Italia y Malta a acoger el
buque. Corría el mes de junio y en España se había producido un repentino
cambio de Gobierno. Pedro Sánchez, nuevo inquilino de la Moncloa, supo que
aquello era una oportunidad para cambiar la imagen de la Moncloa, dominada
hasta el momento por un PP decadente, y la aprovechó, marcando distancias con
su antecesor. Los 630 del Aquarius concluyeron su accidentado viaje en el
puerto de Valencia con gran cobertura mediática.
El Gobierno esgrimió
entonces las “razones humanitarias”. Pero España era ya un campeón mundial de
las razones humanitarias. “Nuestro pequeño país -razona Fernando Díaz
Villanueva en Vozpópuli- acoge a cinco millones de inmigrantes llegados de
todas las partes del mundo. El 10% de la población es inmigrante. El caso de
España es, además, un éxito. No se han formado guetos y la conflictividad
étnica es muy baja si la comparamos con la de otros países de Europa a los que
siempre ponemos como ejemplo a seguir…Las dos grandes comunidades de
inmigrantes en España son las provenientes de Hispanoamérica y Europa del este.
En ambos casos, su nivel de integración es muy alto, proliferan los matrimonios
mixtos y, tanto los ecuatorianos como los rumanos, viven en los mismos barrios
que los españoles, puerta con puerta, sin ningún problema. Con los hechos en la
mano no se puede decir que el nuestro sea un país insolidario, racista o
cerrado sobre sí mismo. Precisamente por eso chocaba la tonelada de almíbar que
el Gobierno vertió sobre el caso Aquarius. Era todo tan artificioso, tan
propagandístico que echaba para atrás.
“Dos meses después de aquello arribó a las
costas del estrecho otro de estos barcos que rescatan náufragos frente a las
costas libias. Se trataba del Open Arms. El buque llegó, atracó y se deshizo de
su carga humana. Nadie estaba esperando a excepción de los servicios de
emergencia. El Gobierno, que tan obsequioso se había mostrado con los del
Aquarius se limitó a aplicar los protocolos habituales para cualquiera que
entra ilegalmente en España. ¿Qué diferencia había entre el Aquarius y el Open
Arms? Ninguna o, mejor dicho, una diferencia política. Entre la llegada del
primero a Valencia y la del segundo a Algeciras, las autoridades europeas
intervinieron para recordar lo que todos, incluido el Gobierno, ya sabíamos: que,
en virtud de los acuerdos suscritos con otros países europeos, España no tiene
plena soberanía sobre sus fronteras. No puede entrar, en definitiva, quien diga
el Gobierno… ¿A qué venía entonces lo del Aquarius? A nada, era simplemente una
operación de propaganda, el concierto de bienvenida que se dio a sí mismo el
nuevo Gobierno. A Pedro Sánchez le supo a gloria, no a así a Bruselas y a otros
mandatarios europeos que llevan muchos más años en el cargo y conocen de
primera mano cómo la inmigración descontrolada es un torpedo en la línea de
flotación de cualquier Gobierno. Sánchez tuvo que soportar una foto
desagradable con Merkel en Sanlúcar, donde la alemana le tiró de las orejas
delante de todo el país.
“Pero lo más grave no es
eso, lo verdaderamente doloroso es la crisis migratoria que el Aquarius desató
en el estrecho. En Algeciras, estamos viendo las mismas estampas que nos
llegaban desde Sicilia o las islas del Egeo. La administración local no se
puede hacer cargo de todos los que llegan. El alcalde de la ciudad ya se quejó
y, con él, la presidenta de la Junta, que es tan del PSOE como el propio
Sánchez. No es para menos, a Algeciras llega un Aquarius a diario, algunos días
especialmente ajetreados llegan dos. A pesar de que la directiva comunitaria indica
que todo indocumentado ha de ser devuelto a su país de origen, la realidad es
que no hay modo de hacerla cumplir. Se les envía a un CIE y luego se les libera
en espera de que pueda llevarse a cabo la orden de expulsión. Una vez en la
calle los inmigrantes tienen que buscarse la vida. Desconocen el idioma y las
costumbres por lo que son presa fácil de las redes de contrabandistas que los
emplean como vendedores ambulantes. De ahí difícilmente saldrán. El sector
informal es un círculo vicioso que se retroalimenta. El resto ya lo conocemos.
Pero eso a Sánchez y, por extensión, a todos los traficantes de buena
conciencia les da igual. El inmigrante ha cumplido el papel que el político le
había asignado. A partir de ahí lo que sea de él es lo de menos. Habría que
revisar quién es el desalmado aquí”.
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