Hace setenta años, una
bibliotecaria de oficio que estaba en la edad madura decidió emprender una
aventura que conmocionaría nuestra lengua. Se trata de María Juana Moliner, la
autora del más célebre diccionario español, conocido por ¡ “el María Moliner”.
Nos lo recuerda Patricia Suárez en Clarín.com: “Una escritora puede imaginar
ver su nombre en la tapa de los libros que escriba, novelas, poemarios, lo que
sea, pero difícilmente un escritor, y todavía más una escritora, imagine ver
alguna vez su nombre propio unido a un diccionario, el libro de los libros. Salió
en 1966, en dos tomos, cuenta con 1750 entradas y 190 mil definiciones. Lo
publicó originalmente su amigo, el poeta Dámaso Alonso, por la editorial
Gredos. Miguel Delibes y Francisco Umbral se entusiasmaron con ese diccionario
y Gabriel García Márquez opinó sobre él: ‘Es el más completo, más útil, más
acucioso y más divertido de la lengua castellana. Dos veces más largo que el de
la RAE, y a mi juicio, dos veces mejor.”
María Moliner nació con
el siglo XX, en Zaragoza, España; era hija de Enrique Moliner, médico rural, y,
siendo niña, él tomó un barco a la Argentina y ya no lo volvió a ver más. El
abandono del padre se le hizo un hueso duro de roer a la familia, pero pudieron
sostenerse económicamente y María cursó la licenciatura de Filosofía e Historia
y, en 1922, entró a formar parte del Cuerpo Facultativo de Archiveros,
Bibliotecarios y Arqueólogos y trabajó en el Archivo de Simancas.
Durante los años ‘30
estuvo comprometida con la causa republicana, trabajó con niños de 7 a 9 años
en la Escuela Cossío (abierta hasta 1939). Un alumno que la recuerda contaba que
la llamaban “doña María”, pero ella pedía a los chicos que la tutearan. María
Moliner formó parte activa de las misiones pedagógicas, enviando pequeñas
bibliotecas a sitios rurales y organizando en esos sitios funciones de teatro y
títeres. Todos los que amamos las letras deberíamos tomar nota de su lema y
grabárnoslo a fuego: “Cualquier libro, en cualquier lugar, para cualquier
persona”. Hacia 1933 se habían creado 3.100 bibliotecas rurales, y publicó su
Proyecto de plan de bibliotecas del Estado. Por si fuera poco, durante esos
años se casó con el físico Fernando Ramón Ferrando y tuvo con él cuatro hijos.
Con Francisco Franco en
el poder, el Estado se ocupó de poner a María Moliner en un cono de sombra.
Cuando su marido fue trasladado a Madrid por su trabajo, se instalaron allí y a
ella se le encomendó, en represalia, la dirección de la Biblioteca de
Ingeniería Industrial de la Universidad Politécnica de Madrid —¡ella, que
podría haber dirigido la Biblioteca Nacional de España!—. Hay quien dice que la
idea hacer un diccionario nació de la desilusión que tuvo ante el puesto que ocupaba.
Su hijo le acababa de traer de París el Learner’s Dictionary y se inspiró en
él. Trabajaba diez horas diarias, escribía en hojitas, en fichas, en lápiz y a
mano, y después lo pasaba en su máquina de escribir Olivetti. Pensó
que su construcción iba a demandarle seis meses; pero le llevó quince años.
La salida del diccionario
impactó en los ambientes de la lengua española. Tal fue la repercusión que, en 1972,
Alonso presentó a Moliner a la Real Academia de Lengua Española para que
ocupara el sillón B, que había quedado vacante. Hubiera sido la primera
académica mujer en los doscientos años de la institución. Pero no pudo ser:
alegaron que la señora no era filóloga y al sillón fue a parar Emilio Alarcos
Llorach. La lexicógrafa lo tomó con filosofía y declaró que, si ese diccionario
lo hubiera escrito un hombre, la gente habría dicho: “Pero, y ese hombre, ¡cómo
no está en la Academia!”. En 1979, entró a la Academia una mujer: Carmen Conde.
Hasta su muerte, en 1981, María Moliner vivió de su modesta jubilación. Una
obra de teatro y una ópera la recuerdan. “María Moliner demostró con su trabajo
que la lengua es propiedad de todos los hablantes y no de un puñadito de
catedráticos. Demostró también que los hombres —o al menos los de su tiempo— se
consideraban más propietarios de la lengua, que las mujeres. María Moliner
demostró que hasta una bibliotecaria de pueblo puede convertirse en una
autoridad en materia de lexicología y abrió un camino para que todas las
personas tengan la valentía de debatir sobre la lengua”.
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