Así titula Cristina
Fallarás su artículo en Público del domingo pasado, bajo imágenes de Ada Colau
y Yolanda Díaz subidas esta semana al Instagram. Y, a continuación, da una “discretísima
punzada en lo más lésbico de mi ser. Yo las cosas no me las callo. También es
verdad que me ha durado muy poco, y que puede que cualquier pareja de mujeres
queriéndose me dé la misma punzada. Puede. Después, pasado el trance, he tratado
de imaginar a dos líderes políticos, hombres, de cualquier partido o tendencia
en la postura en la que se han retratado Ada Colau y Yolanda Díaz, llámame
bizarra. Lo he tratado, sigo tratándolo y no lo consigo. Ni siquiera con los
menos machitos, algo que también me cuesta encontrar”.
“Tras desistir en lo
macho, he vuelto a la parte del cariñoseo y me he recordado a mí misma en la
misma pose con amigas, abrazadas o mirándonos con ese cariño cómplice que echa
a brillar los ojos, o pegadas la una a la otra, cuerpo contra cuerpo. Pero
ellas no son amigas. Vaya, que no se trata del retrato de dos amigas. Eso me he
dicho, y no ha cambiado nada. He recordado posturas semejantes con compañeras
de trabajo, en larguísimas campañas políticas, en agotadoras sesiones de
televisión, al final de aquellas eternas jornadas de redacción y cierre. Así
mismo, como ellas. Con menos frescura en el semblante, eso sí.
“Siento que esa foto
encierra algo, un secreto, una fórmula, una costumbre. También me parece que es
imposible impostar tales gestos, los retratados. Siendo un posado evidente, el
roce y las miradas son auténticas. ¿Qué hay ahí? Las maneras de las mujeres,
que no es lo mismo que las formas femeninas; si me apuran, ni siquiera
feministas. De las mujeres, punto: tocarnos, abrazarnos, besarnos,
acariciarnos, usar nuestros cuerpos sin melindres para expresar cariño,
compañía. Usarlos sin el pudor envarado que emana de las maneras de los
hombres, lo que tampoco quiere decir machismo. Quizás se encuentra encerrado en
eso que llaman ‘masculinidad’, pero ese es un palo que yo no toco.
Fallarás termina con la
idea de que, “en esta sociedad, en el fondo, son ellos quienes salen perdiendo.
Ahí tiesos, dentro de sus indumentarias tristes, homogéneas, uniformados, el
único gesto afectivo –de tierno ni hablamos– que le permiten al cuerpo es eso
que llaman camaradería, uf, y que, impepinablemente, incluye una palmada o dos.
Caben dos posibilidades: palmada sin abrazo o abrazo con palmadas. Sea como
sea, ahí está la palmada y poco hemos reparado en ella, la verdad. La palmada
que los hombres se dan en la espalda como una forma de ir algo más allá del
apretón de manos es una palmada que concluye, que acota, que delimita. La
palmada es, en lo afectivo, un ‘hasta aquí llegamos’. Pobres. En los abrazos
hay que dejarse, y no hay nada de erótico en ello, como interpretan muchos. Hay
que abrazar sin la prisa de la palmadita, sentir el propio cuerpo y el del
otro, de la otra. Cuando has aprendido a abrazar sin palmada, y no antes,
aprendes a mirar a los ojos con ternura, que es una forma de complicidad
elaborada. Los lazos que unen el abrazo, la mirada, la ternura y el dejarse en
los cuerpos, duran más. Así es, y quien lo conoce, lo sabe”.
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