Víctor Lenore escribe en Vozpópuli el siguiente
comentario:
“¿Es el Día del Libro una
fiesta luminosa con un lado oscuro o directamente forma parte del problema? El
año pasado, muchos autores y editoriales que firmaban en las casetas de la
Feria del Libro de Madrid no podían permitirse los precios de ningún alojamiento
próximo a El Retiro, tal y como explicó la escritora y periodista Txani
Rodríguez en su artículo ‘Voz de pobre’. Allí contaba que había telefoneado a
un hotel de la capital, que se había negado a comunicarle el precio de la
habitación por su manera de expresarse (quizá por hablar en castellano,
desvelando su condición de no-turista, quizá por carecer de la seguridad que
exudan los ricos, olían que no alcanzaba el presupuesto adecuado).
“Pocos días antes de este
Sant Jordi, Patricio Pron, escritor argentino residente en Madrid, publicaba
una página en El País donde denunciaba que ya no se venden realmente libros,
sino que más bien el lector más bien se adhiere a celebridades, sean estas
culturales o no. La industria editorial actual ‘ya no vende textos literarios,
sino historias personales de superación’, explica. Muchos autores ‘participan
activamente de esta estrategia y exhiben a sus hijos en las redes sociales, se
fotografían practicando su deporte favorito, nos informan del estado de salud
de sus familiares directos y del suyo propio, ensayan una postura sexy, cuentan
qué han comido hoy o nos dan su opinión sobre la última teleserie como si todo
ello fuera parte de su proyecto de escritura, toda su obra: penosamente, en
muchos casos, lo es’, señala.
“El comentario que más he
repetido en actos culturales este año es esta reflexión que hizo una vez
Valerio Rocco, director del Círculo de Bellas Artes: ‘Ya nadie presume de ser
culto, no existe esa aspiración que antes estaba muy presente en las élites
sociales. Hoy todos buscamos lo mismo: ser jóvenes, ricos y salir guapos en
Instagram’. Hemos vivido un proceso de homogeneización consumista donde los
libros son algo prescindible, incómodo, anacrónico. No tienen valor ni en las
tiendas de segunda mano para bibliófilos, donde un becario de veinte años te
compra los volúmenes ‘al peso’ y no por su contenido. Ray Bradbury imaginó en
Fahrenheit 451 un poder que temía a los libros hasta el punto de ordenar
quemarlos, pero -como se ha dicho tantas veces- lo peligroso no es tanto eso
como una sociedad donde los libros están ampliamente disponibles, pero ya nadie
desee leerlos. Cada día estamos más cerca”.
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