Sucedió tres meses
después de que el ejército ruso ocupara Checoslovaquia; Rusia todavía no era
capaz de dominar a la sociedad checa, que vivía inmersa en la angustia, pero
(por unos meses aún) disfrutando de las libertades conquistadas durante la gran
Primavera; la Unión de Escritores, acusada de ser el foco de la
contrarrevolución, seguía conservando su editorial, sus revistas, y recibiendo
invitados. Llegaron así a Praga, como invitados, tres novelistas
latinoamericanos, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.
Llegaron discretamente, en calidad de escritores. Para ver. Para entender. Para
alentar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos
hicimos amigos. Poco después de que se marcharan fue cuando pude leer en
galeradas la traducción checa de Cien años de soledad.
Pensé en el anatema que
había arrojado el surrealismo sobre el arte de la novela, a la que había
estigmatizado por antipoética, vetado a todo lo que es imaginación libre. Sin
embargo, la novela de García Márquez era pura imaginación libre. Una de las más
grandes obras poéticas que conozco. Cada frase chispea de fantasía, cada frase
es sorpresa, deslumbramiento. Tal sería, por lo demás, toda la obra de García
Márquez una rotunda respuesta al Manifiesto surrealista y a su desprecio por la
novela (y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a
su aliento, que ha atravesado todo el siglo).
He aquí también la prueba
de que poesía y lirismo no son dos nociones hermanas, sino nociones que hay que
mantener a distancia una de otra. Porque la poesía de García Márquez nada tiene
que ver con el lirismo; el autor no se confiesa, no abre su alma, sólo le
embriaga el mundo objetivo, al que eleva a una esfera donde todo es a la par
real e inverosímil.
(Texto tomado de
httpsletraslibres.comauthormilan-kundera)
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