jueves, 11 de octubre de 2007

11 de octubre. Al principio llovieron bombas; luego comida y medicamentos.

Víctimas del hambre, esperan comida del cielo.



Las bombas y los paquetes de comida, arrojados por los americanos, eran casi iguales y del mismo color.


Sigo recordando el inicio de la guerra de EEUU e Inglaterra contra Afganistán, que convirtió el mundo en menos seguro que antes. John Negroponte, actual director del DNI, que no es el documento Nacional de Identidad sino el Consejo de Inteligencia Nacional de los Estados Unidos, era, en ese momento, el representante de USA en la ONU, una especie de relaciones públicas ante el mundo nombrado directamente por Bush. Miembro de la Cía y embajador para dirigir la “guerra contra el terrorismo”, Negroponte había dicho: “Mi Gobierno ha obtenido información según la cual Al Qaeda, que recibe apoyo en Afganistán del Gobierno talibán, desempeñó un papel crucial en los ataques”. Casi nadie quería recordar que Negroponte había sido “procónsul” en Honduras, en los años cincuenta, y supervisor local de la campaña terrorista internacional por la que el Tribunal Internacional de Justicia y el Consejo de Seguridad habían condenado al gobierno norteamericano. Negroponte había sostenido que el Ejército de su país haría lo posible por reducir las víctimas al mínimo y dañar lo menos posible las infraestructuras civiles. Hoy, seis años más tarde, las victimas militares y civiles son incontables y las infraestucturas civiles han desaparecido.

Muy pronto, la Casa Blanca, que había comprendido que la captura o muerte de Osama Bin Laden resultaría muy difícil, había dejado de referirse a él como objetivo concreto y había advertido que el enemigo no era él, sino el terrorismo. Y, tras haber lanzado 60 misiles de crucero, cada uno de los cuales costaba un millón de dólares, el Pentágono señalaba que apenas quedaban infraestructuras militares por destruir y advertía que sus pilotos buscaban “objetivos de oportunidad”. Necesitaban volar más bajo, lo que representaba más riesgos para ellos, al estar al alcance de los misiles Stinger, proporcionados por Washington a las guerrillas afganas cuando éstas combatían a la Unión Soviética. Por otra parte, al multiplicarse las posibilidades de error, el Pentágono confirmaba que el peligro para los civiles se había multiplicado. “Cuando las líneas del frente son tan confusas como ahora –señalizaba el senador Jhon McCain, ex piloto militar y ex prisionero del Vietnam, tratando de justificar así los errores de esta guerra–, las víctimas inocentes son inevitables”.

De esta manera, los americanos han tratado de acostumbrarnos a unos errores que, con el tiempo, pasarían a ser norma general. Algo que ya había pasado en Bosnia, Irak, Vietnam… Errores que pasaban de excepcionales a generalizados y que terminaban por ser inevitables, por más que las armas empleadas aumentaran su sofisticación y estuvieran más preparadas para conseguir sus objetivos. Errores que, junto a las acostumbradas mentiras sobre el número de talibanes y de americanos muertos así como a las tácticas maquiavélicas de los paquetes-bomba, han formado parte de esta guerra y la de Irak.


En efecto, los primeros días de esta guerra, los yanquis lanzaron desde el aire treinta y siete mil paquetes de comida y medicamentos como operación diplomática, en señal de amistad con el pueblo afgano. “EEUU es amigo del pueblo afgano –declaraba Bush con un acento caritativo y compasivo que traicionaba sus intenciones–, por eso dejamos caer comida y medicinas para los afganos que están muriéndose de hambre”. Los paquetes llevaban todos una etiqueta escrita en inglés, francés y español –por si alguno de ellos hablara ese idioma–, en la que se decía que era “comida regalada por el pueblo de EEUU”. Pero el setenta por ciento de la población afgana era analfabeta y la inmensa mayoría no entendía otras lenguas que la propiamente hablada por ellos, que no era, por cierto, ninguna de las tres mencionadas. Era igual. Lo importante era que se presentaban como regalos para los afganos que habían sufrido primero la lluvia de bombas –los B-52 ”tapizaron”con bombas de racimos el norte de Afganistán, lanzando posteriormente más de un millón de paquetes de comida–. Sólo quienes pudieron librarse de las primeras pudieron hacerse con estos paquetes. No eran como las bombas, teledirigidas por láser, y, para algunos, podían resultar como una bendición del cielo. Sobre todo para las facciones armadas y los especuladores que luego los vendían en el mercado. De esta manera, para los civiles que pretendían vencer el hambre y el miedo, el lanzamiento se convertió en una generosidad americana envenenada.

Eran los mismos paquetes lanzados anteriormente a los bosnios, iraquíes, cubanos, ruandeses y haitianos. Gran cantidad de esta ayuda se perdía por rotura y dispersión. Los de Bosnia resultaron un fiasco. Pero estos serían “un éxito”, según el secretario americano de Defensa, que mostraba un cinismo que rayaba con el sarcasmo. Un “éxito” pese a que arrojar comida en este país obligaba a la población a correr riegos innecesarios. La comida cayó entre diez millones de minas sembradas por todo el territorio. Pero, para los americanos, se trataba de los paquetes que humanizaban las bombas lanzadas anteriormente. Sólo los que se habían librado de ellas podían conseguirlos, si las difíciles circunstancias se lo permitían. Claro que mucho más generoso hubiera sido no arrojarles antes bombas. “Si esta ayuda no sólo de alimentos, sino en sanidad, cultura, comunicaciones o educación, hubiera llegado antes de la guerra –dijo el escritor Saramago–, posiblemente se habría evitado el conflicto”.

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