sábado, 25 de agosto de 2018

“Aquarius de ida y vuelta”




El MV Aquarius, barco botado en 1977, utilizado desde 2016 para tareas de salvamento marítimo, lanzaba hace unas semanas un angustioso grito pidiendo auxilio. Se encontraba en alta mar con 141 inmigrantes a bordo recogidos en las costas de Libia y solicitó un puerto europeo en el que desembarcarlos. Dos meses antes había hecho lo mismo tras la negativa de los Gobiernos de Italia y Malta a acoger el buque. Corría el mes de junio y en España se había producido un repentino cambio de Gobierno. Pedro Sánchez, nuevo inquilino de la Moncloa, supo que aquello era una oportunidad para cambiar la imagen de la Moncloa, dominada hasta el momento por un PP decadente, y la aprovechó, marcando distancias con su antecesor. Los 630 del Aquarius concluyeron su accidentado viaje en el puerto de Valencia con gran cobertura mediática.

El Gobierno esgrimió entonces las “razones humanitarias”. Pero España era ya un campeón mundial de las razones humanitarias. “Nuestro pequeño país -razona Fernando Díaz Villanueva en Vozpópuli- acoge a cinco millones de inmigrantes llegados de todas las partes del mundo. El 10% de la población es inmigrante. El caso de España es, además, un éxito. No se han formado guetos y la conflictividad étnica es muy baja si la comparamos con la de otros países de Europa a los que siempre ponemos como ejemplo a seguir…Las dos grandes comunidades de inmigrantes en España son las provenientes de Hispanoamérica y Europa del este. En ambos casos, su nivel de integración es muy alto, proliferan los matrimonios mixtos y, tanto los ecuatorianos como los rumanos, viven en los mismos barrios que los españoles, puerta con puerta, sin ningún problema. Con los hechos en la mano no se puede decir que el nuestro sea un país insolidario, racista o cerrado sobre sí mismo. Precisamente por eso chocaba la tonelada de almíbar que el Gobierno vertió sobre el caso Aquarius. Era todo tan artificioso, tan propagandístico que echaba para atrás.

 “Dos meses después de aquello arribó a las costas del estrecho otro de estos barcos que rescatan náufragos frente a las costas libias. Se trataba del Open Arms. El buque llegó, atracó y se deshizo de su carga humana. Nadie estaba esperando a excepción de los servicios de emergencia. El Gobierno, que tan obsequioso se había mostrado con los del Aquarius se limitó a aplicar los protocolos habituales para cualquiera que entra ilegalmente en España. ¿Qué diferencia había entre el Aquarius y el Open Arms? Ninguna o, mejor dicho, una diferencia política. Entre la llegada del primero a Valencia y la del segundo a Algeciras, las autoridades europeas intervinieron para recordar lo que todos, incluido el Gobierno, ya sabíamos: que, en virtud de los acuerdos suscritos con otros países europeos, España no tiene plena soberanía sobre sus fronteras. No puede entrar, en definitiva, quien diga el Gobierno… ¿A qué venía entonces lo del Aquarius? A nada, era simplemente una operación de propaganda, el concierto de bienvenida que se dio a sí mismo el nuevo Gobierno. A Pedro Sánchez le supo a gloria, no a así a Bruselas y a otros mandatarios europeos que llevan muchos más años en el cargo y conocen de primera mano cómo la inmigración descontrolada es un torpedo en la línea de flotación de cualquier Gobierno. Sánchez tuvo que soportar una foto desagradable con Merkel en Sanlúcar, donde la alemana le tiró de las orejas delante de todo el país.

“Pero lo más grave no es eso, lo verdaderamente doloroso es la crisis migratoria que el Aquarius desató en el estrecho. En Algeciras, estamos viendo las mismas estampas que nos llegaban desde Sicilia o las islas del Egeo. La administración local no se puede hacer cargo de todos los que llegan. El alcalde de la ciudad ya se quejó y, con él, la presidenta de la Junta, que es tan del PSOE como el propio Sánchez. No es para menos, a Algeciras llega un Aquarius a diario, algunos días especialmente ajetreados llegan dos. A pesar de que la directiva comunitaria indica que todo indocumentado ha de ser devuelto a su país de origen, la realidad es que no hay modo de hacerla cumplir. Se les envía a un CIE y luego se les libera en espera de que pueda llevarse a cabo la orden de expulsión. Una vez en la calle los inmigrantes tienen que buscarse la vida. Desconocen el idioma y las costumbres por lo que son presa fácil de las redes de contrabandistas que los emplean como vendedores ambulantes. De ahí difícilmente saldrán. El sector informal es un círculo vicioso que se retroalimenta. El resto ya lo conocemos. Pero eso a Sánchez y, por extensión, a todos los traficantes de buena conciencia les da igual. El inmigrante ha cumplido el papel que el político le había asignado. A partir de ahí lo que sea de él es lo de menos. Habría que revisar quién es el desalmado aquí”.

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