Me preocupa mi acentuada debilidad por el despiste. En mi cada vez más cerrado mundo –sólo voy a Madrid una o dos veces por semana, cuando debo ir a clase de trompeta en el Conservatorio Profesional de Música o a la Biblioteca Nacional, en donde paso horas–, tengo dudas y perturbaciones relacionadas con mi vida corriente. Suelo olvidarme de las cosas más elementales y corrientes del día, del mes, o de la semana que transcurre. Sin embargo, recuerdo a la perfección los elementos más trascendentales de mi vida interior, así como los detalles más insignificantes de mi devenir personal cuando realmente me interesan. Lo que provoca situaciones de cierto malestar de cara a las personas que no me conocen o las que creen conocerme pero que se quedan en la periferia.
Lo ocurrido hoy en la Biblioteca Nacional, en donde he estado consultando el libro sobre el nazismo “La Alemania neonazi y sus ramificaciones en España y Europa”, de Michael Schmidt y César Vidal, es un ejemplo de lo que digo.
(Debo recordar, entre paréntesis, que mi libro de ensayo titulado “Memorias en Si mayor”, que trata del nazismo en el siglo XX contado por un músico danés, hijo de un nazi, fue terminado en mayo pasado y presentado a Ediciones Akal, en donde el propietario y director, Ramón Akal, me había animado a escribirlo. Igualmente, se lo mandé a Enrique Múgica, quien había hecho ciertas declaraciones sobre el nazismo que me habían sugerido que podría escribir un buen prólogo. Pero el recién nombrado Defensor del Pueblo, interesado sobre todo por el editor del libro, se quedó con la copia del mismo sin que nunca me haya contestado. En cuanto al editor de Akal, me lo devolvió por correo sin ninguna explicación, ni directa ni indirecta. Por más que insistí en hablar con él, nunca conseguí que se pusiera al teléfono. Era como una maldición, sin que llegara a saber el motivo de la misma. Así que opté por acudir a otras editoriales, mientras que sigo visitando la Biblioteca Nacional, ampliando conocimientos sobre el tema)
Había bajado a la cafetería en donde sirven comida y bebida y me disponía a sentarme con mi bandeja preparada para un ágape frugal. Eran las tres de la tarde y mi estómago ya manifestaba ciertos ruidillos de protesta. Así que, tras merodear en busca de una mesa para sentarme y comer, observé una plaza libre. Era una mesa ocupada sólo por una hermosa muchacha de largas piernas, a la que pregunté si aquel puesto frente a ella estaba ya ocupado. Me contestó que no y, una vez instalado, intenté no mirarla de frente, recogiendo mi mirada sobre los alimentos. Pero, cuando cogí el vaso de cerveza y me dispuse a beber, enseguida noté que ésta no era sin alcohol, tan como había pedido, sino que lo llevaba con todos sus grados. Me levanté con la botella para confirmar que me la habían servido equivocadamente, pero ésta tropezó con mis dedos y su contenido se desparramó sobre la mesa, amenazando a mi compañera que comía mientras leía un libro.
Las excusas y aspavientos de disculpa por tal torpeza fluyeron en mi boca, mientras ella se afanaba por recoger, en servilletas de papel, las oleadas de cerveza que le llegaban. “No te preocupes –me dijo mientras sonreía, no sé si con cierta excusa o desesperación–. La riada no ha llegado más que al borde”.
“Lo siento –me disculpé apesadumbrado–. De verdad que lo siento. Estaba mirando si mi cerveza era sin alcohol, como la pedí, cuando me cayó de las manos. Por cierto, es con alcohol, así que voy a protestar por tal equivocación”.
A continuación, me levanté y fui a devolver aquella botella que un empleado, de muy de mala gana, me cambió por otra sin alcohol. Él estaba convencido de que yo no había especificado si la quería con o sin alcohol. Insistí en que sí lo había dicho, pero, ante su persistencia, llegué a dudar de mi propia certeza. Total, que cuando llegué de nuevo a mi mesa, mi vecina había optado por levantar un parapeto con servilletas que embebían aquella cerveza.
Me dio la impresión que terminaba su comida a marchas forzadas, con tal de no continuar en aquel trance. Continué con mi mirada fija en mi bandeja pero insistí en pedirle perdón, señalando mi nueva botella, esta vez sin alcohol, que se movió ligeramente al tocarla involuntariamente. Temiendo que la cerveza volviera a rodar por la mesa repleta de servilletas empapadas, sonrió nerviosamente y, en un santiamén, terminó. Luego, se dispuso a levantarse y se despidió con otra sonrisa de su vecino y compañero de mesa, distraído y manazas como nadie. Sin duda era, en aquel comedor, el único lector sin la menor previsión por lo que podía llegar a provocar con sus despistes cada vez más alarmantes.
Lo ocurrido hoy en la Biblioteca Nacional, en donde he estado consultando el libro sobre el nazismo “La Alemania neonazi y sus ramificaciones en España y Europa”, de Michael Schmidt y César Vidal, es un ejemplo de lo que digo.
(Debo recordar, entre paréntesis, que mi libro de ensayo titulado “Memorias en Si mayor”, que trata del nazismo en el siglo XX contado por un músico danés, hijo de un nazi, fue terminado en mayo pasado y presentado a Ediciones Akal, en donde el propietario y director, Ramón Akal, me había animado a escribirlo. Igualmente, se lo mandé a Enrique Múgica, quien había hecho ciertas declaraciones sobre el nazismo que me habían sugerido que podría escribir un buen prólogo. Pero el recién nombrado Defensor del Pueblo, interesado sobre todo por el editor del libro, se quedó con la copia del mismo sin que nunca me haya contestado. En cuanto al editor de Akal, me lo devolvió por correo sin ninguna explicación, ni directa ni indirecta. Por más que insistí en hablar con él, nunca conseguí que se pusiera al teléfono. Era como una maldición, sin que llegara a saber el motivo de la misma. Así que opté por acudir a otras editoriales, mientras que sigo visitando la Biblioteca Nacional, ampliando conocimientos sobre el tema)
Había bajado a la cafetería en donde sirven comida y bebida y me disponía a sentarme con mi bandeja preparada para un ágape frugal. Eran las tres de la tarde y mi estómago ya manifestaba ciertos ruidillos de protesta. Así que, tras merodear en busca de una mesa para sentarme y comer, observé una plaza libre. Era una mesa ocupada sólo por una hermosa muchacha de largas piernas, a la que pregunté si aquel puesto frente a ella estaba ya ocupado. Me contestó que no y, una vez instalado, intenté no mirarla de frente, recogiendo mi mirada sobre los alimentos. Pero, cuando cogí el vaso de cerveza y me dispuse a beber, enseguida noté que ésta no era sin alcohol, tan como había pedido, sino que lo llevaba con todos sus grados. Me levanté con la botella para confirmar que me la habían servido equivocadamente, pero ésta tropezó con mis dedos y su contenido se desparramó sobre la mesa, amenazando a mi compañera que comía mientras leía un libro.
Las excusas y aspavientos de disculpa por tal torpeza fluyeron en mi boca, mientras ella se afanaba por recoger, en servilletas de papel, las oleadas de cerveza que le llegaban. “No te preocupes –me dijo mientras sonreía, no sé si con cierta excusa o desesperación–. La riada no ha llegado más que al borde”.
“Lo siento –me disculpé apesadumbrado–. De verdad que lo siento. Estaba mirando si mi cerveza era sin alcohol, como la pedí, cuando me cayó de las manos. Por cierto, es con alcohol, así que voy a protestar por tal equivocación”.
A continuación, me levanté y fui a devolver aquella botella que un empleado, de muy de mala gana, me cambió por otra sin alcohol. Él estaba convencido de que yo no había especificado si la quería con o sin alcohol. Insistí en que sí lo había dicho, pero, ante su persistencia, llegué a dudar de mi propia certeza. Total, que cuando llegué de nuevo a mi mesa, mi vecina había optado por levantar un parapeto con servilletas que embebían aquella cerveza.
Me dio la impresión que terminaba su comida a marchas forzadas, con tal de no continuar en aquel trance. Continué con mi mirada fija en mi bandeja pero insistí en pedirle perdón, señalando mi nueva botella, esta vez sin alcohol, que se movió ligeramente al tocarla involuntariamente. Temiendo que la cerveza volviera a rodar por la mesa repleta de servilletas empapadas, sonrió nerviosamente y, en un santiamén, terminó. Luego, se dispuso a levantarse y se despidió con otra sonrisa de su vecino y compañero de mesa, distraído y manazas como nadie. Sin duda era, en aquel comedor, el único lector sin la menor previsión por lo que podía llegar a provocar con sus despistes cada vez más alarmantes.
Pequeñas vivencias cotidianas, que narradas con el arte que aquí derrochas (hasta para darle al editor un pequeño pescozón) tornan en relatos columnarios.
ResponderEliminar¡Bravo!
¡¡Qué vergüenza siento!!
ResponderEliminarEncontré este blog por casualidad y comencé a leerlo sin ver quién era el propietario (pocas veces los perfiles identifican al autor).
Perdón por mi anterior comentario hecho en la ignorancia de tu identidad... ha sido una torpeza, como decirle a Plácido Domingo que canta bien.
Saludos
¿Te puso, Santiago?
ResponderEliminarNo entiendo, señor Miró, que usted esté desempleado, no encaja con su capacidad y biografía. ¿Hay muchos más colegas suyos que, con sus cualidades, estén sin empleo? ¿Desde cuando pasa esto en su mundo profesional? ¿Cómo consigue sus ingresos? ¿De qué viven?
ResponderEliminarJoaquín Horia