Mi afición por la música despertó en mí antes que la de periodista. Comenzó a fraguarse en mi infancia y parte de mi juventud, pero, en los años de actividad periodística, estuvo latente, sin que mi trabajo permitiera desarrollarla como deseaba y convirtiéndose siempre como un pasatiempo o una afición complementaria. Sólo en los años de paro surgió con fuerza y me permitió su pleno desarrolló. Por lo que se cumplió el refrán de que no hay mal que por bien no venga.
Cuando tenía ocho años, mis padres me obligaron a estudiar los cursos de solfeo del Conservatorio de la Música con Don José, el secretario del Ayuntamiento de San Juan, un pueblucho ibicenco en el que mi padre, guardia civil sin graduación alguna, estaba destinado. Don José era un músico itinerante y, en sus ratos perdidos, me dio las primeras lecciones musicales. Ello me sirvió de base para interpretar fácilmente cualquier melodía con los instrumentos que posteriormente cayeron en mis manos: de cuerda, como la bandurria, el laúd, la guitarra; de viento, como flauta... A los 20 años, llegué a comprarme un acordeón que luego tuve que vender para poder viajar hasta París, en donde pasé tres años, trabajando y estudiando. A partir de entonces, me olvidé de la música, enfrentándome con las dificultades propias de un emigrante.
En 1987, cuando tenía 44 años, dos después de mi llegada a Madrid en donde compartí la redacción de la revista Interviú, me compré mi primera trompeta. Fue cuando me reconcilié con mis años infantiles de la música y comencé a estudiar, por mi cuenta y riesgo, este instrumento que me fascinaba, adquiriendo todos los defectos posibles. Un año más tarde, todo mi esfuerzo había sido inútil. Incluso añadiría que pernicioso, debido a que, si quería aprender de verdad, debía olvidarme de todo lo que había aprendido mal hasta entonces y recomenzar de cero.
Me matriculé en el Conservatorio de la Música de Arturo Soria con la intención de pasar el examen de ingreso y fui a clases con la esperanza de llegar a entenderme un día con ese instrumento. Sabía que podía pasar tiempo antes de intentar compenetrarme con él. Y sufrí un lento y constante aprendizaje, con continuos avances y retrocesos.
Recuerdo las primeras clases, en 1988, con una mayoría de compañeros menores que yo. El tercer día que acudía al Conservatorio, me encontré con los profesores y alumnos que aguardaban juntos en la calle, cargados con sus instrumentos, delante del edificio. El aviso de una bomba les había obligado a despejar las salas, que se quedaron vacías durante una hora, hasta que se confirmó que todo había sido una falsa alarma. Resultaba, en efecto, difícil y ridículo que un Conservatorio de Música fuera amenazado por terroristas.
Comenzaba a defenderme con este instrumento, pero mi sorpresa fue mayúscula al presentarme al examen y comprobar cómo me suspendían. Hablé con Antonio Ávila, un afamado trompetista que me dio la primera clase que terminó por hundirme la moral. Todo lo que había estudiado solo, lo había aprendido mal: la posición de la boquilla, la manera de respirar, la ausencia de matizaciones… La verdad es que aquella primera clase no podía ser más catastrófica. Mi profesor me demostró que no era capaz de hacer ni una sola nota limpia. No sabía apianar paulatinamente y, en los momentos más álgidos, me salían bufidos lamentables. Así que volví a comenzar y me olvidé de todo lo aprendido hasta el momento por mi cuenta.
En los largos meses y años de aprendizaje, en los que combiné mi trabajo en prensa con los escasos tiempos libres dedicados al flirteo con la trompeta, sufrí momentos de crisis en los que sentí ganas de arrojar el instrumento contra las baldosas, pisarlo, saltar sobre él, hacerlo añicos…Todo, menos acercármelo a los labios. Me repetía insistentemente que, antes de que la trompeta acabara conmigo, yo acabaría con ella. Y descubrí cómo, lamentablemente, había cierta incompetencia entre ella y yo.
No me faltaron las ganas de olvidarme para siempre de ese dichoso y odioso instrumento. A mi edad, no estaba ya para esos trotes, sobre todo, considerando que se trataba de uno de los instrumentos más difíciles de dominar correctamente. Pero insistí, por tozudez.
Pensé que todo había sido consecuencia de un capricho tardío. Había aprovechado la ocasión de comprármela y, con la ingenua teoría de que, una vez dominadas las primeras notas, ya me faltaba poco para creerme potencialmente un virtuoso, seguí emperrado en tocarla a toda costa. Ahora, sin embargo, me llegaban las consecuencias de este matrimonio mal avenido, fruto de mi inmadura apetencia musical. Pero no perdía las esperanzas de poder un día entenderme con ella y de entregarme con la misma delicadeza y potencia con que uno se entrega a su amante.
Durante años, esa fue mi lucha constante. De vez en cuando, este instrumento me deparaba agradables sorpresas, pero, a menudo, se convertía en pasatiempo costoso, entretenimiento duro y relajamiento tenso. Todo lo contrario de lo que, en realidad, debería ser, según mi profesor José Miguel Sanbartolomé, sin el cual no hubiera podido conseguir el Diploma de Instrumentista en el Conservatorio. Sólo, en ciertos días de lucidez mental y de preparación física, la trompeta me abría las puertas de su misterio y me perdía con ella por senderos inauditos. De ese enamoramiento tardío, sostenido por mi porfía en atrapar, clara y transparentemente, su sonido, a la vez, tierno y poderoso, ha surgido un amor platónico que ha llegado a pasión desmedida, a medida que el periodismo me ha abandonando en la estacada. Y se ha convertido en una adicción casi enfermiza cuyo eco oigo a menudo en la sombra de mis sueños.
Cuando tenía ocho años, mis padres me obligaron a estudiar los cursos de solfeo del Conservatorio de la Música con Don José, el secretario del Ayuntamiento de San Juan, un pueblucho ibicenco en el que mi padre, guardia civil sin graduación alguna, estaba destinado. Don José era un músico itinerante y, en sus ratos perdidos, me dio las primeras lecciones musicales. Ello me sirvió de base para interpretar fácilmente cualquier melodía con los instrumentos que posteriormente cayeron en mis manos: de cuerda, como la bandurria, el laúd, la guitarra; de viento, como flauta... A los 20 años, llegué a comprarme un acordeón que luego tuve que vender para poder viajar hasta París, en donde pasé tres años, trabajando y estudiando. A partir de entonces, me olvidé de la música, enfrentándome con las dificultades propias de un emigrante.
En 1987, cuando tenía 44 años, dos después de mi llegada a Madrid en donde compartí la redacción de la revista Interviú, me compré mi primera trompeta. Fue cuando me reconcilié con mis años infantiles de la música y comencé a estudiar, por mi cuenta y riesgo, este instrumento que me fascinaba, adquiriendo todos los defectos posibles. Un año más tarde, todo mi esfuerzo había sido inútil. Incluso añadiría que pernicioso, debido a que, si quería aprender de verdad, debía olvidarme de todo lo que había aprendido mal hasta entonces y recomenzar de cero.
Me matriculé en el Conservatorio de la Música de Arturo Soria con la intención de pasar el examen de ingreso y fui a clases con la esperanza de llegar a entenderme un día con ese instrumento. Sabía que podía pasar tiempo antes de intentar compenetrarme con él. Y sufrí un lento y constante aprendizaje, con continuos avances y retrocesos.
Recuerdo las primeras clases, en 1988, con una mayoría de compañeros menores que yo. El tercer día que acudía al Conservatorio, me encontré con los profesores y alumnos que aguardaban juntos en la calle, cargados con sus instrumentos, delante del edificio. El aviso de una bomba les había obligado a despejar las salas, que se quedaron vacías durante una hora, hasta que se confirmó que todo había sido una falsa alarma. Resultaba, en efecto, difícil y ridículo que un Conservatorio de Música fuera amenazado por terroristas.
Comenzaba a defenderme con este instrumento, pero mi sorpresa fue mayúscula al presentarme al examen y comprobar cómo me suspendían. Hablé con Antonio Ávila, un afamado trompetista que me dio la primera clase que terminó por hundirme la moral. Todo lo que había estudiado solo, lo había aprendido mal: la posición de la boquilla, la manera de respirar, la ausencia de matizaciones… La verdad es que aquella primera clase no podía ser más catastrófica. Mi profesor me demostró que no era capaz de hacer ni una sola nota limpia. No sabía apianar paulatinamente y, en los momentos más álgidos, me salían bufidos lamentables. Así que volví a comenzar y me olvidé de todo lo aprendido hasta el momento por mi cuenta.
En los largos meses y años de aprendizaje, en los que combiné mi trabajo en prensa con los escasos tiempos libres dedicados al flirteo con la trompeta, sufrí momentos de crisis en los que sentí ganas de arrojar el instrumento contra las baldosas, pisarlo, saltar sobre él, hacerlo añicos…Todo, menos acercármelo a los labios. Me repetía insistentemente que, antes de que la trompeta acabara conmigo, yo acabaría con ella. Y descubrí cómo, lamentablemente, había cierta incompetencia entre ella y yo.
No me faltaron las ganas de olvidarme para siempre de ese dichoso y odioso instrumento. A mi edad, no estaba ya para esos trotes, sobre todo, considerando que se trataba de uno de los instrumentos más difíciles de dominar correctamente. Pero insistí, por tozudez.
Pensé que todo había sido consecuencia de un capricho tardío. Había aprovechado la ocasión de comprármela y, con la ingenua teoría de que, una vez dominadas las primeras notas, ya me faltaba poco para creerme potencialmente un virtuoso, seguí emperrado en tocarla a toda costa. Ahora, sin embargo, me llegaban las consecuencias de este matrimonio mal avenido, fruto de mi inmadura apetencia musical. Pero no perdía las esperanzas de poder un día entenderme con ella y de entregarme con la misma delicadeza y potencia con que uno se entrega a su amante.
Durante años, esa fue mi lucha constante. De vez en cuando, este instrumento me deparaba agradables sorpresas, pero, a menudo, se convertía en pasatiempo costoso, entretenimiento duro y relajamiento tenso. Todo lo contrario de lo que, en realidad, debería ser, según mi profesor José Miguel Sanbartolomé, sin el cual no hubiera podido conseguir el Diploma de Instrumentista en el Conservatorio. Sólo, en ciertos días de lucidez mental y de preparación física, la trompeta me abría las puertas de su misterio y me perdía con ella por senderos inauditos. De ese enamoramiento tardío, sostenido por mi porfía en atrapar, clara y transparentemente, su sonido, a la vez, tierno y poderoso, ha surgido un amor platónico que ha llegado a pasión desmedida, a medida que el periodismo me ha abandonando en la estacada. Y se ha convertido en una adicción casi enfermiza cuyo eco oigo a menudo en la sombra de mis sueños.
Querido Santiago, es una sorpresa muy agradable leer este diario, palabra que aquí tiene un sentido polisémico. Tiene fuerza y rezuma sinceridad, pero sobre todo está exento de resentimiento. Creo que esto es así porque, aunque te hayan apartado del ejercicio de tu profesión,no te han quitado la voluntad de seguir en la brecha echando mano de armas muy poderosas como son el oficio, la memoria y la imaginación. A personas como tú yo las llamo "nadadores de altura". Sé, por experiencia, que lo que dices del comportamiento de algunos editores y personajes es muy cierto. También de esos colegas que hace mucho tiempo fueron progres y que hoy se han quedado con la máscara de lo que fueron. Mucha suerte y que los sones de Neil Amstrongo o Miles Davis, si prefieres, te inspiren.
ResponderEliminarperdón,quise decir Louis Armstrong; al parecer estoy en la Luna y se me cruzó el astronauta
ResponderEliminarY ya has llegado a donde querías llegar con la trompeta? Ya te llevas realmente bien con ella?
ResponderEliminarYo tuve flirteos con la fauta durante mi estancia en India, pero al final la he dejado aparcada y no tengo muha prisa por retomarla. Aunque no dejo olvidada la idea de aprender a tocar un isntrumento como dios manda =)
Un abrazo!
Realmente crees que Sant Joan es un pueblucho? Yo lo encuentro un sitio precioso.
ResponderEliminarCuando hice referencia al "pueblucho" de Sant Joan, no quise hacerlo en sentido despectivo, sino en el de pueblo diminuto. Siento que mi expresión no fuera muy afortunada y pudiera herir la sensibilidad de sus habitantes,tan dignos y orgullosos de su pueblo como pueden estarlo los habitantes de Madrid o Barcelona de sus ciudades respectivas.
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