Pese a ser una de las lenguas más habladas del mundo –practicada por cuatrocientos millones de seres humanos–, el castellano no se merecía este traspié real del que vengo hablando desde hace dos días. Se trata de la lengua oficial de veintidós naciones, practicada hasta en el otro extremo de la Tierra –en Australia, unas cien mil personas la hablan y leen dos diarios en español: uno en Sidney y el otro en Melbourne–. En los Estados Unidos, hay 35 millones de hispanohablantes censados que mueven entre 350.000 y 450.000 millones de dólares al año con 558 emisoras hispanas, 102 periódicos y unos candidatos presidenciales que se esfuerzan por hablarlo ante el público para ganarse más votos.
No importa que el nuestro sea uno de los cinco idiomas oficiales de la ONU, juntamente con el inglés, el francés, el ruso y el chino. No importa que hasta los norteamericanos lo aprendan y que lo hablen treinta millones de sus conciudadanos. O que los brasileños estén rodeados de castellano-parlantes. O que los japoneses, los coreanos y los chinos lo estudien. Lo importante es que no sirva de vehículo de ninguna ideología, sea de derechas, sea de izquierdas. Porque en cuanto éstas se desmoronan, el idioma en el que se sustentaron se puede tambalear y hasta puede desaparecer, como desapareció el latín en la Roma imperial.
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