Hace justo seis años, un martes como ayer cayeron las dos Torres Gemelas que albergaban el World Trade Center, uno de los grandes símbolos del poder arrogante del capital americano. Ambas sufrieron ataques mortales y se desmoronaron en menos de dos horas. Todo comenzaba a partir de las 8,45 de la mañana, hora local de Nueva York, cuando un Boeing 767, de American Airlines, con 81 pasajeros y 11 tripulantes, secuestrado mientras cubría el vuelo entre Boston y Los Ángeles, chocaba contra la Torre Norte, de 110 pisos y 411 metros de alto. Un cuarto de hora más tarde, otro Boeing 757, de United Airlines, con 56 pasajeros y 9 tripulantes, igualmente secuestrado y desviado, se empotraba contra la Torre Sur.
El siniestro fue retransmitido en directo por diversas cadenas de radio y televisión, que no dejaron de emitirlo en diferido. Casi al mismo tiempo, un tercer avión de American Airlines, un 757 que hacía la ruta Washington-Los Ángeles, con 65 personas a bordo, se estrellaba contra el Pentágono. Y un cuarto aparato, de United Airlines, que cubría la línea Newark-San Francisco, con 45 personas, se desplomaba en una zona rural de Pennsylvania. El propio presidente Bush, desaparecido durante las horas más críticas, daba, al fin, la cara en la pequeña pantalla. Se humedeció los ojos ante las cámaras, y, un tanto aturdido y desconcertado, garantizó que se habían tomado todas las medidas adecuadas para proteger la vida de los ciudadanos. Pero, no dijo quiénes eran los autores de estos atentados ni explicó por qué no se previeron.
¿Qué había fallado y por qué el Pentágono, punto neurálgico militar en uno de los países más potentes del mundo, había sido tan fácilmente atacado? Un grupo numeroso de personas había sido capaz de subirse al menos a cuatro aviones sin que ni la Policía las controlara, y los había lanzado contra estos objetivos, provocando el caos. ¿Dónde se escondía la tan cacareada seguridad americana? ¿En dónde estaba la fuerza de la que se ufanaban tanto? ¿Cómo se había permitido amenazar tan fácilmente el Pentágono, corazón de esta superpotencia? El fracaso de los sistemas de seguridad y el triunfo de los terroristas ¿presagiaban una nueva era en los inicios del siglo XXI?
Aznar, a la sazón presidente del Gobierno español, interrumpió su visita que estaba haciedo a Estonia y regresó rápidamente a España para ponerse a los pies de Georges Bush, cada vez más furioso por el golpe bajo recibido. Se apresuró a recordar su determinación de “estar codo con codo” con su homólogo americano. Le ofreció su total colaboración y puso a su disposición “todos los medios materiales y humanos” para “erradicar el terrorismo en donde se produjera”. ¡Se sentía el pibe tan dispuesto a cumplir a rajatabla cualquier indicación que le indicara el presidente de USA! Seguro que, tras la condena del presidente español y tras su ofrecimiento de medios materiales y humanos, los yanquies se encontrarían más tranquilos.
Inmediatamente, EEUU y la OTAN, sin conocer siquiera el rostro del enemigo, acordaban dar una respuesta militar al “acto de guerra” terrorista. No sabían quién era ni dónde se escondía. Pero Bush aseguraba estar dispuestos a encontrarlo y a cruzarle la cara. Y así lo prometía: “Los EEUU agarrarán y castigarán a los responsables de estos actos cobardes”.
El mundo entero se preguntaba qué hacían los servicios secretos americanos, FBI, CÍA, NSA, NRO, cuando este enemigo atacaba el Pentágono, el edificio más seguro y la fortaleza militar mejor custodiada. Con un presupuesto de 30.000 millones de dólares, los servicios de seguridad no habían previsto nada anormal y fueron incapaces de evitar que un grupo desarmado y con simples cuchillos provocara esta tragedia. ¿Dónde estaban los implacables servicios secretos americanos? ¿Para qué servido la defensa de alta tecnología si, en el momento oportuno, se habian olvidado del factor humano?
Y, ante el fracaso de la táctica de defensa, el presidente Bush empezó a hablar de “una monumental lucha entre el bien y el mal”. Pero no se podía utilizar cualquier medio, ni preparar una venganza ciega e implacable si no se quería perder su condición de bien.
El siniestro fue retransmitido en directo por diversas cadenas de radio y televisión, que no dejaron de emitirlo en diferido. Casi al mismo tiempo, un tercer avión de American Airlines, un 757 que hacía la ruta Washington-Los Ángeles, con 65 personas a bordo, se estrellaba contra el Pentágono. Y un cuarto aparato, de United Airlines, que cubría la línea Newark-San Francisco, con 45 personas, se desplomaba en una zona rural de Pennsylvania. El propio presidente Bush, desaparecido durante las horas más críticas, daba, al fin, la cara en la pequeña pantalla. Se humedeció los ojos ante las cámaras, y, un tanto aturdido y desconcertado, garantizó que se habían tomado todas las medidas adecuadas para proteger la vida de los ciudadanos. Pero, no dijo quiénes eran los autores de estos atentados ni explicó por qué no se previeron.
¿Qué había fallado y por qué el Pentágono, punto neurálgico militar en uno de los países más potentes del mundo, había sido tan fácilmente atacado? Un grupo numeroso de personas había sido capaz de subirse al menos a cuatro aviones sin que ni la Policía las controlara, y los había lanzado contra estos objetivos, provocando el caos. ¿Dónde se escondía la tan cacareada seguridad americana? ¿En dónde estaba la fuerza de la que se ufanaban tanto? ¿Cómo se había permitido amenazar tan fácilmente el Pentágono, corazón de esta superpotencia? El fracaso de los sistemas de seguridad y el triunfo de los terroristas ¿presagiaban una nueva era en los inicios del siglo XXI?
Aznar, a la sazón presidente del Gobierno español, interrumpió su visita que estaba haciedo a Estonia y regresó rápidamente a España para ponerse a los pies de Georges Bush, cada vez más furioso por el golpe bajo recibido. Se apresuró a recordar su determinación de “estar codo con codo” con su homólogo americano. Le ofreció su total colaboración y puso a su disposición “todos los medios materiales y humanos” para “erradicar el terrorismo en donde se produjera”. ¡Se sentía el pibe tan dispuesto a cumplir a rajatabla cualquier indicación que le indicara el presidente de USA! Seguro que, tras la condena del presidente español y tras su ofrecimiento de medios materiales y humanos, los yanquies se encontrarían más tranquilos.
Inmediatamente, EEUU y la OTAN, sin conocer siquiera el rostro del enemigo, acordaban dar una respuesta militar al “acto de guerra” terrorista. No sabían quién era ni dónde se escondía. Pero Bush aseguraba estar dispuestos a encontrarlo y a cruzarle la cara. Y así lo prometía: “Los EEUU agarrarán y castigarán a los responsables de estos actos cobardes”.
El mundo entero se preguntaba qué hacían los servicios secretos americanos, FBI, CÍA, NSA, NRO, cuando este enemigo atacaba el Pentágono, el edificio más seguro y la fortaleza militar mejor custodiada. Con un presupuesto de 30.000 millones de dólares, los servicios de seguridad no habían previsto nada anormal y fueron incapaces de evitar que un grupo desarmado y con simples cuchillos provocara esta tragedia. ¿Dónde estaban los implacables servicios secretos americanos? ¿Para qué servido la defensa de alta tecnología si, en el momento oportuno, se habian olvidado del factor humano?
Y, ante el fracaso de la táctica de defensa, el presidente Bush empezó a hablar de “una monumental lucha entre el bien y el mal”. Pero no se podía utilizar cualquier medio, ni preparar una venganza ciega e implacable si no se quería perder su condición de bien.
Me preocuparon las muertes producida por tal derribo, pero más aún me preocupó la venganza preparada por un Bush humillado en su moral calvinista, capaz de perseguir, con su terrible y ciega máquina de guerra, a todo el que no coincidiera con su bien. Se trataba de un americano vengativo que castigaba con la muerte a quien atentaba contra la vida y su seguridad. El presidente americano despreció las voces de los que levantan la bandera de la prudencia y le adviertían del peligro de esa guerra. Pero el Congres no se retrasó ni un minuto en otorgar el poder de declararla y autorizó al presidente a emplear “toda la fuerza necesaria y apropiada” no solo contra “las naciones, organizaciones y personas”, responsables de los atentados, sino también contra quienes “los ampararon”. Desde entonces, Bush ha llevado a cabo una campaña bélica sin limites de tiempo ni objetivos. Pero ¿contra quién se levantaría? –me preguntaba al inicio de ésta– ¿Quién era realmente el enemigo a abatir? Eso era lo de menos. Ya lo decidiría cuando lo tuviera a punto de mira. Por de pronto, el Pentágono daba por supuesto que sería necesario acabar con todos los Gobiernos que no colaborasen activamente en su lucha antiterrorista. Para él no había ni países neutrales, ni fronteras invulnerables. Y, quien no se sumiera a su bando, sería incluido entre sus enemigos.
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