La crisis catalana podría llegar
a situaciones realmente extravagantes, como que los Mossos d'Esquadra detengan
al presidente de la Generalitat o que los calabozos policiales se vean ocupados
por más de setecientos alcaldes catalanes o por
los miembros de la mesa del Parlament. Ante este peligro, el periodista
y escritor Juan Antonio Molina escribe en Nueva Tribuna: “El gobierno de Rajoy,
el Tribunal Constitucional y el fiscal general del Estado, reprobado por el
Congreso, dan por hecho que el problema catalán es una cuestión de orden
público. O algo más que orden público: una degradación del antagonismo a mero
delito común. Una situación que puede sembrar inquietud también al otro lado
del Ebro por cuanto esta ilegalización de facto de la política en los
desarrollos de la vida pública puede tener el oneroso coste democrático de
considerar la disparidad o el malestar ciudadano como formas delictivas, cuyo
primer paso, fue la famosa ‘ley mordaza’.
“El extrañamiento de la política
supone reducir el debate público a un limitado territorio de lo posible, a una
carencia real de alternativas, buscando una uniformidad que saque el problema del formato polémico y
lo sitúe en el ámbito de los hechos consumados como razón de Estado. El
soberanismo lleva meses anunciando lo que ha hecho y el gobierno llevaba años
sin hacer nada para evitarlo, buscando ese estado de sazón del problema donde
el acto de gobierno es sustituido por la gestión policial en nombre del poder
coercitivo del Estado. Esta degradación del acto político como esencia de los
cimientos del sistema produce lo que nos enseña Aristóteles cuando concluye que
las fuerzas –pero no los principios– que concurren para promover y conservar la
vida son los mismos que pueden destruirla. ¿Cuál va a ser a partir de ahora el
papel del Estado en Cataluña? ¿Qué encaje puede tener Cataluña en el Estado
español después de estos acontecimientos?... Es la herencia casi intacta del
régimen monárquico que desde los Decretos de Nueva Planta y, en especial,
durante el siglo liberal y reaccionario del XIX, se hizo incompatible con el
pluralismo cultural y político dentro de
la unidad de soberanía del Estado.
“No hay que olvidar, por otro
lado, que las Cortes no son el Sinaí, no legislan ab eternum porque, como
afirmó Azaña, un pueblo, en cuanto a su organización jurídica-política, es
antes de la Constitución, entidad viva. La democracia, según Hobbes, supone en
cierto modo una victoria sobre el tiempo porque, a diferencia de los monarcas,
la multitud que gobierna nunca muere. Frente a lo que se nos ha hecho creer, la
democracia tampoco puede tener un espacio cerrado, pues no cabe en un
Parlamento ni en las fronteras de un Estado, sino que existe siempre como el
lugar común de esa resistencia, de ese intervalo en el que se afirma el poder
de la ciudadanía”.
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