Gemma Marchena escribía
el pasado domingo, en el diario Última Hora, un interesante artículo sobre los
últimos coletazos en el casco antiguo de Palma en la que los vecinos de esta
zona se dejaron tentar a golpe de talonario. Así lo cuenta un vecino: “Compré
mi casa en 1985 por un millón de pesetas. Seis mil euros. Nadie quería venir a
vivir aquí y le pedí el dinero a mi padre; decía que estaba loco. La he ido
rehabilitando poco a poco. En cuarenta años, unas calles llenas de suciedad y
unos edificios que se caían han pasado a ser epicentro del lujo inmobiliario. Hoy,
recibo ofertas y me llaman a la puerta para comprar mi piso. La zona está a
10.000 euros el metro cuadrado. Y, si quisiera, podría vender mi casa por un
millón de euros. Pero si lo hago, ¿dónde voy a vivir?”.
Marchena recuerda cómo se
dispararon los precios de compraventa y los de alquiler. “No extraña ese éxodo
de ciudadanos de toda la vida que se han tenido que ir. Las cifras de población
crecen, pero es a costa del cambio en la nacionalidad: los europeos de alto
poder adquisitivo irrumpieron con fuerza. La media de población extranjera en
Palma es del 23,1 por ciento y, en el Casco Antiguo y la tasa media es del 31
por ciento. En barrios como el de Cort alcanza el 41 por ciento y, en La
Llotja-Es Born, el 38”.
Según Delia Bento, directora
general de Qualitat i Població del Ajuntament de Palma, “la población
extranjera afincada en la isla pasó del 26 al 31 por ciento en esta década y
muchos de ellos fueron compradores de vivienda de alto standing de los que solo
vienen para estancias cortas”. La gentrificación turística del centro se
extendió hacia zonas como Sa Gerreria. Los grupos con menor capacidad económica
fueron expulsados y el tejido comercial y de ocio se transformó. Según Neus
Truyol, regidora de Model de Ciutat i Urbanisme, “las clases populares y medias
deben poder vivir en el centro, como lo hizo siempre. No podemos permitir que
el mercado inmobiliario internacional expulse a las clases trabajadoras. Por
eso limitamos de forma drástica los nuevos establecimientos turísticos y
prohibimos el alquiler turístico”.
“En la calle Calatrava —cuenta
Navarro, presidente de la Asociación—, con unos 45 portales, solo quedan ocho
mallorquines. La mayoría de las casas están cerradas. Hay gente que, guiadas
por una especulación creciente, ha comprado, rehabilitado y las dejó cerradas
para venderlas de nuevo por un 30 por ciento más”. Y remarca el caso de un
casal de una familia mallorquina, en la que solo vive una señora de 90 años, que
vendió toda la finca “a una empresa alemana y que está esperando a que fallezca
para desarrollar su proyecto”.
De la misma opinión es
Feli Marcos, miembro de la Asociación de Vecinos Llotja-Es Born. “Lo que nos
desgasta es el ruido. Es la parte de la ciudad más afectada por la gentrificación
(proceso que se lleva a cabo cuando una zona comienza a poblarse de ciudadanos
de una clase socioeconómica superior a la de los habitantes previos y el
espacio urbano adquiere otras características a partir de restauraciones
edilicias y nuevas construcciones, con lo cual las personas que solían vivir
allí terminan siendo desplazadas). Y los vecinos, agobiados por el ruido, se tienen
que marchar”. Los hoteles se han expandido mientras los vecinos se replegaron
hacia las afueras, en un estrés constante provocado por el ruido de los músicos
y las terrazas, mientras los nuevos residentes extranjeros “ofrecen cantidades
exorbitadas por un cuarto sin ascensor. “Hemos tenido picos de ruido que
llegaban a los 62 decibelios, cuando sólo deberían llegar a 25”.
De esta manera, Gemma
Marchena cuenta detalladamente cómo el Casco Antiguo de Palma cambió de
residentes y muchos extranjeros compraron como inversión o realquilaron hasta
que llegó la pandemia, en marzo del 2020 que desbarató todos los planes y los
isleños vivieron por primera vez un paraíso de silencio.
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