El consumo masivo de armas de fuego no asegura la paz, sino que promueve el derrame gratuito de sangre. Que un tercio de la población norteamericana posea al menos un arma de fuego no demuestra que viva más segura que los que no disponen de ellas. El 70 por ciento de asesinatos en Norteamérica son cometidos gracias a su posesión, constitucionalmente amparada por la segunda enmienda, redactada hace 200 años. Florida es el segundo estado con más crímenes en los EEUU, pese a que sus seis millones de habitantes son propietarios de armas de fuego. Cualquier ciudadano norteamericano puede conseguir una y disparar en plena calle si se siente amenazado. Pero, ¿se siente por ello más libre y menos amenazado que el español?
Recuerdo un hecho que viví hace un año, cuando circulaba en coche por Alcobendas Hice, sin duda, una mala maniobra que cortó bruscamente el paso al automovilista que intentaba pasarme por la izquierda. La maniobra me impidió ver por el retrovisor a quien me precedía, dentro del famoso ángulo no visible para el conductor. Inmediatamente, me di cuenta de mi error y le hice un gesto con la mano reconociéndolo y rogándole que disculpara mi imprudente acción. Pero, lejos de calmarse, el automovilista se enfureció más aún, interpretando mi gesto como un reto o un “vete a tomar por culo”.
La siguiente operación del conductor agraviado fue la de pasarme, ralentizando la marcha hasta obligarme a detener el vehículo. No opuse ninguna resistencia. Pensé que debía ofrecerle mis disculpas y darle toda la razón, que, sin duda, la tenía. Pero, el automovilista ofendido bajó del coche antes que yo y, con gritos y gestos violentos, se me acercó y me amenazó. Pesé que era el momento de abrir la ventanilla o bajar incluso del coche y hablarle con moderación, intentando apaciguarle. Pero, antes de que pudiera hacerlo, pensando que me había atrincherado tras la puerta herméticamente cerrada, dio un violento golpe con su puño contra mi ventanilla.
Me quedé helado, pese a que hacía calor, sin saber cómo reaccionar. Se trataba de un joven cuya fuerza y razón le salía por la boca. Pensé que, si él no hubiera creído que puertas y ventanas de mi vehículo parado estaban herméticamente cerradas, por de pronto, no me hubiera liberado de su puñetazo certero, a modo de saludo, sobre mi rostro, sin tiempo para poder explicarme. No me hubiera costada nada abrirlas y demostrarle que no oponía ninguna resistencia a sus “razones” pero, tras su primera demostración de indignación y, a falta de diálogo, permanecí inmóvil, sin atreverme, ante sus gestos y sus gritos, a abrir mi boca.
Inmediatamente, llegó su compañera, rogándole que se calmara y comenzó a tirar de él, llevándole a su coche. Tras unos segundos de discusión, emprendieron su marcha, mientras yo, con un cristal de la ventanilla que resistió el puñetazo y una puerta a la que no había puesto el pistillo de seguridad, continué circulando con extrema prudencia, pensando en lo ocurrido si las armas de fuego hubieran estado permitidas como en Norteamérica. Cuando llegué a casa, estaba pálido y las piernas me temblaban. Y comprobé, al tocar la trompeta, que todos mis dientes estaban en su sitio, salvo las cuatro muelas -una de ellas, la del juicio– que ya hace tiempo me habían extraído.
Recuerdo un hecho que viví hace un año, cuando circulaba en coche por Alcobendas Hice, sin duda, una mala maniobra que cortó bruscamente el paso al automovilista que intentaba pasarme por la izquierda. La maniobra me impidió ver por el retrovisor a quien me precedía, dentro del famoso ángulo no visible para el conductor. Inmediatamente, me di cuenta de mi error y le hice un gesto con la mano reconociéndolo y rogándole que disculpara mi imprudente acción. Pero, lejos de calmarse, el automovilista se enfureció más aún, interpretando mi gesto como un reto o un “vete a tomar por culo”.
La siguiente operación del conductor agraviado fue la de pasarme, ralentizando la marcha hasta obligarme a detener el vehículo. No opuse ninguna resistencia. Pensé que debía ofrecerle mis disculpas y darle toda la razón, que, sin duda, la tenía. Pero, el automovilista ofendido bajó del coche antes que yo y, con gritos y gestos violentos, se me acercó y me amenazó. Pesé que era el momento de abrir la ventanilla o bajar incluso del coche y hablarle con moderación, intentando apaciguarle. Pero, antes de que pudiera hacerlo, pensando que me había atrincherado tras la puerta herméticamente cerrada, dio un violento golpe con su puño contra mi ventanilla.
Me quedé helado, pese a que hacía calor, sin saber cómo reaccionar. Se trataba de un joven cuya fuerza y razón le salía por la boca. Pensé que, si él no hubiera creído que puertas y ventanas de mi vehículo parado estaban herméticamente cerradas, por de pronto, no me hubiera liberado de su puñetazo certero, a modo de saludo, sobre mi rostro, sin tiempo para poder explicarme. No me hubiera costada nada abrirlas y demostrarle que no oponía ninguna resistencia a sus “razones” pero, tras su primera demostración de indignación y, a falta de diálogo, permanecí inmóvil, sin atreverme, ante sus gestos y sus gritos, a abrir mi boca.
Inmediatamente, llegó su compañera, rogándole que se calmara y comenzó a tirar de él, llevándole a su coche. Tras unos segundos de discusión, emprendieron su marcha, mientras yo, con un cristal de la ventanilla que resistió el puñetazo y una puerta a la que no había puesto el pistillo de seguridad, continué circulando con extrema prudencia, pensando en lo ocurrido si las armas de fuego hubieran estado permitidas como en Norteamérica. Cuando llegué a casa, estaba pálido y las piernas me temblaban. Y comprobé, al tocar la trompeta, que todos mis dientes estaban en su sitio, salvo las cuatro muelas -una de ellas, la del juicio– que ya hace tiempo me habían extraído.
Y es que el español, más propenso que el norteamericano a la gresca, al insulto o a utilizar las manos y los puños, con un arma en las manos sin duda entraría en combate mucho antes de lo previsto, provocando con más frecuencia y vehemencia, situaciones de alarma y tragedia.
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