El comienzo o final de un nuevo día
Y, cada día, cuando me despierto, me hago las mismas preguntas sobre este mundo y yo. Aunque las respuestas, cuando el sol se pone, no son siempre idénticas.
Vivimos un mundo contradictorio de hechos lamentables y de derechos nunca alcanzados por todos por igual. Unos disfrutan de una paz aparente y otros sufren una guerra abierta o subterránea. Unos tienen trabajo y otros tratan de subsistir en el paro. Unos no saben qué hacer con su dinero y otros nunca llegan a salir de su penuria. Unos exigen sus derechos de ciudadanos libres y otros malviven, sin que se acepte su situación de ciudadanos. Unos avanzan solemne y tranquilamente por la derecha, mientras otros retroceden por la izquierda, sorteando toda clase de obstáculos. Unos ascienden en su mundo perfecto; otros no dejan de tropezar y de darse de bruces contra el suelo.
Vivimos en un mundo de consumo en el que todo se vende y se compra, siempre que el comprador tenga lo suficiente para hacerse con lo que le interesa. Un mundo que no se priva de nada, mientras hay ciudadanos que no pueden comprarse pan ni lo más elemental para comer. Un mundo en el que chateamos con desconocidos a miles de kilómetros de distancia, pero desconocemos al vecino de al lado. Un mundo con viviendas de lujo, caras e inteligentes, con sol y espacio suficiente al alcance de los pudientes, mientras que el pueblo llano no deja de hipotecar su vida por un piso a veces sin ascensor y sin portero, cuando no se trata ya de una chabola o de la propia sombra. Un mundo con leyes pero con trampas, donde el mejor es el que más tiene y el peor quien no tiene nada. Un mundo con guerras y muertos civiles y con daños colaterales. Un mundo en el que el todo y la nada se dan vergonzosamente la mano. Un mundo cuyo 40 % de la población vive con menos de dos euros por día, cuando una vaca europea recibe una subvención de dos euros diarios. Un mundo en el que las imágenes de violencia son el pan nuestro de cada día servido por los medios de comunicación social. Un mundo en donde los mayores –aún llamados “viejos”– se enfrentan cada día a la soledad más absoluta, que puede aniquilar o dar sentido a la vida...
Vivimos en un mundo de consumo en el que todo se vende y se compra, siempre que el comprador tenga lo suficiente para hacerse con lo que le interesa. Un mundo que no se priva de nada, mientras hay ciudadanos que no pueden comprarse pan ni lo más elemental para comer. Un mundo en el que chateamos con desconocidos a miles de kilómetros de distancia, pero desconocemos al vecino de al lado. Un mundo con viviendas de lujo, caras e inteligentes, con sol y espacio suficiente al alcance de los pudientes, mientras que el pueblo llano no deja de hipotecar su vida por un piso a veces sin ascensor y sin portero, cuando no se trata ya de una chabola o de la propia sombra. Un mundo con leyes pero con trampas, donde el mejor es el que más tiene y el peor quien no tiene nada. Un mundo con guerras y muertos civiles y con daños colaterales. Un mundo en el que el todo y la nada se dan vergonzosamente la mano. Un mundo cuyo 40 % de la población vive con menos de dos euros por día, cuando una vaca europea recibe una subvención de dos euros diarios. Un mundo en el que las imágenes de violencia son el pan nuestro de cada día servido por los medios de comunicación social. Un mundo en donde los mayores –aún llamados “viejos”– se enfrentan cada día a la soledad más absoluta, que puede aniquilar o dar sentido a la vida...
Y, cada día, cuando me despierto, me hago las mismas preguntas sobre este mundo y yo. Aunque las respuestas, cuando el sol se pone, no son siempre idénticas.