Constantemente estoy dando los últimos retoques al libro sobre exiliados que he escrito y presentado en el Registro de Propiedad Intelectual, por lo que pudiera pasar. “España, vista por sus exiliados” es su título y en él hago un estudio sobre los republicanos más conocidos que regresaron a España tras más de cinco lustros, lo que me ha permitido conocer a fondo esta memoria histórica un tanto olvidada y tener la posibilidad de publicarla en un libro. Aunque lleve ya cerca de diez años escribiéndolo e intentado convencer a algún editor para que lo publique.
Confieso que, a medida que me he introducido en el tema, me he dejado llevar por la pasión que despertaba en mí, habiéndome extendido más de la cuenta. Manuel Blanco Chivite, quien me orientó en el trabajo y lo ha leído, me ha advertido que debería abreviar unas cien páginas que, si bien son interesantes, no vienen a cuento con el objetivo señalado. Cierto que, al tratar de Unamuno y de otros personajes se extendí demasiado. Es una parte que ha enriquecido mis conocimientos de la guerra civil española y sus especiales circunstancias. De todas formas, siempre estoy a tiempo de cortar.
Pese al tiempo transcurrido, el eslogan proferido por el general Millán Astray aquella mañana del 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, resuena en mis oídos como un chirrido disonante: “¡Viva la muerte y muera la inteligencia!”. Se celebraba la apertura del curso académico, tres meses después de haber estallado la guerra civil y Miguel de Unamuno, rector de aquella Universidad, arremete, airado, contra el general Millán Astray, primer jefe de la Legión: “Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ‘¡Viva la muerte!’. Esto me suena lo mismo que ‘¡Muera la vida!’. Y he de deciros, con la autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Vencer no es convencer. Y hay que convencer, sobre todo”.
Una semana más tarde, en una entrevista con el escritor griego Nikos Kazantzakis, el viejo profesor se despachaba con estas palabras: “En este momento crítico de España, sé que he de estar con los militares. Sólo ellos podrán poner orden. Ellos saben lo que significa la disciplina y como imponerla. No me he convertido en un derechista, no haga usted caso de lo que dice la gente. Yo no he traicionado la causa de la libertad. Pero en esta hora es absolutamente preciso que el orden impere. Sin embargo, un día, quizá pronto, me erguiré de nuevo y volveré a la lucha por la libertad”. Unamuno manifiesta sus temores y termina escribiendo: “Por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos, que me restituyó a mi rectoría…¡vitalicia! con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones. Y esto, como se comprende, me impone cierto sigilo para juzgar lo que está pasando”.
Las semanas que siguieron, Unamuno tuvo que vivir recluido en su casa, en una especie de arresto domiciliario Y en el último día de 1936, exhalaba su último aliento. Antonio Machado escribía, en su retiro valenciano de Rocafort, antes de exiliarse a Francia: “Unamuno murió repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo”. Dos años más tarde, Machado lograba traspasar la frontera española y moría en Colliure, de dolor de España.
Descubrir a estos españoles me ayudó a comprender el mito de las dos Españas. Todos ellos se convirtieron por unos meses en coetáneos y compañeros de mi mesa y mi trabajo. Juan Ramón Jiménez, en su largo peregrinaje por América; Victoria Kent, ex directora general de Prisiones; Juan Larrea, la voz apocalíptica de la guerra civil; Enrique Líster, Secretario general del PCOE; Jaume Miravitlles, encargado del Comisariado de Propaganda de la Generalitat; Pablo Picasso, artista universal; Josep Renau Berenguer, ex director general de Bellas Artes en la República; el historiador Sánchez-Albornoz; Ramón J. Sender; Agustí Centellas, y tantos otros… compendian las circunstancias de una España dividida en dos –la republicana y la franquista–, cada vez más condicionada y reducida al peligro de una extinción mundial. Pero también me enfrentan al problema de saberlo pero no poder publicarlo.
Confieso que, a medida que me he introducido en el tema, me he dejado llevar por la pasión que despertaba en mí, habiéndome extendido más de la cuenta. Manuel Blanco Chivite, quien me orientó en el trabajo y lo ha leído, me ha advertido que debería abreviar unas cien páginas que, si bien son interesantes, no vienen a cuento con el objetivo señalado. Cierto que, al tratar de Unamuno y de otros personajes se extendí demasiado. Es una parte que ha enriquecido mis conocimientos de la guerra civil española y sus especiales circunstancias. De todas formas, siempre estoy a tiempo de cortar.
Pese al tiempo transcurrido, el eslogan proferido por el general Millán Astray aquella mañana del 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, resuena en mis oídos como un chirrido disonante: “¡Viva la muerte y muera la inteligencia!”. Se celebraba la apertura del curso académico, tres meses después de haber estallado la guerra civil y Miguel de Unamuno, rector de aquella Universidad, arremete, airado, contra el general Millán Astray, primer jefe de la Legión: “Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ‘¡Viva la muerte!’. Esto me suena lo mismo que ‘¡Muera la vida!’. Y he de deciros, con la autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Vencer no es convencer. Y hay que convencer, sobre todo”.
Una semana más tarde, en una entrevista con el escritor griego Nikos Kazantzakis, el viejo profesor se despachaba con estas palabras: “En este momento crítico de España, sé que he de estar con los militares. Sólo ellos podrán poner orden. Ellos saben lo que significa la disciplina y como imponerla. No me he convertido en un derechista, no haga usted caso de lo que dice la gente. Yo no he traicionado la causa de la libertad. Pero en esta hora es absolutamente preciso que el orden impere. Sin embargo, un día, quizá pronto, me erguiré de nuevo y volveré a la lucha por la libertad”. Unamuno manifiesta sus temores y termina escribiendo: “Por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos, que me restituyó a mi rectoría…¡vitalicia! con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones. Y esto, como se comprende, me impone cierto sigilo para juzgar lo que está pasando”.
Las semanas que siguieron, Unamuno tuvo que vivir recluido en su casa, en una especie de arresto domiciliario Y en el último día de 1936, exhalaba su último aliento. Antonio Machado escribía, en su retiro valenciano de Rocafort, antes de exiliarse a Francia: “Unamuno murió repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo”. Dos años más tarde, Machado lograba traspasar la frontera española y moría en Colliure, de dolor de España.
Descubrir a estos españoles me ayudó a comprender el mito de las dos Españas. Todos ellos se convirtieron por unos meses en coetáneos y compañeros de mi mesa y mi trabajo. Juan Ramón Jiménez, en su largo peregrinaje por América; Victoria Kent, ex directora general de Prisiones; Juan Larrea, la voz apocalíptica de la guerra civil; Enrique Líster, Secretario general del PCOE; Jaume Miravitlles, encargado del Comisariado de Propaganda de la Generalitat; Pablo Picasso, artista universal; Josep Renau Berenguer, ex director general de Bellas Artes en la República; el historiador Sánchez-Albornoz; Ramón J. Sender; Agustí Centellas, y tantos otros… compendian las circunstancias de una España dividida en dos –la republicana y la franquista–, cada vez más condicionada y reducida al peligro de una extinción mundial. Pero también me enfrentan al problema de saberlo pero no poder publicarlo.
De seguir recibiendo la puerta de las editoriales en las narices, estoy pensando en saltar al vacío y ofrecer este libro en estas mismas páginas de Internet, aunque no cobre ni un duro por derechos de autor, pasando de pitos y flautas editoriales. Sé que no es la mejor de las maneras ni la más ortodoxa para recibir una retribución por mi trabajo, pero estoy llegando a una situación y a una edad, en la que más que la compensación económica, me tienta más la intelectual. Lo que supone pasar de estos cumplimientos, formalidades y derechos con tal de que no se arrincone este trabajo hecho para ser leído, consultado y discutido.