7 de mayo. Un concierto catastrófico.
De mis inicios con la trompeta guardo recuerdos que sólo es mejor recordar para atemperar mi ego. Recuerdo, por ejemplo, una de las primeras apariciones, a finales de marzo del 2001, como grupo de metales de San Sebastián de los Reyes, del que formaba entonces parte. Actuamos junto con la Escuelas de Música, en el Centro Cultural José Espronceda, sito en la calle madrileña de Almansa. Teníamos verdadera ilusión y esperábamos con impaciencia ese momento. Dicho grupo, formado por un tubista, un trombonista, un trompista, un bombardino, y cuatro trompetistas y dirigido por Jesús Vioque, habíamos preparado un corto pero nutrido repertorio: “El golpe” (The entertainer), de Scott Joplin; “Village Band March”, de Spillemands March; “Mexican Folk-Medley”, un arreglo de varias piezas mexicanas, de Bert Mayer, y Trumpet Voluntary, de Jeremiah Clarke.
A las ocho y cuarto de la noche comenzaba el espectáculo. Ante una sala con más de cien butacas, casi todas ellas ocupadas, un coro infantil inició la actuación, seguido de un conjunto instrumental acústico, un grupo de flautas, un conjunto de guitarras y otro instrumental clásico. Todos ellos con sus pequeños fallos fácilmente perdonados por los espectadores que, curiosamente, a medida que avanzaba el espectáculo musical, iban menguando.
A las nueve y cuarto, aparecimos, al fin, nosotros. Los espectadores nos aplaudieron con el mismo fervor aunque con menos intensidad, puesto que el número de asistentes se había ido reduciendo, quedando en aquellos momentos unos veinticinco. Algunos de ellos formaban parte de los que anteriormente habían actuado o eran parientes suyos.
Comenzamos a actuar con la interpretación de “El golpe”. Debo reconocer que la pieza nos salió rana. Quiero decir que no obtuvimos el éxito que hubiéramos deseado. Empezamos demasiado rápido, con lo cual, al llegar a los pasajes más difíciles, nos aturrullamos. Personalmente, me confundí varias veces de compás y hubo momentos en que cada uno marchaba a su aire. Aquello parecía una olla de caracoles a punto de explotar. El bombardino había, de pronto, extraviado una válvula por lo que parte de su soplido era en balde. Yo me las veía conmigo mismo, sin ser capaz de seguir al director que se dejaba llevar por los más acelerados y, en cierto momento, perdió hasta la batuta. O mejor dicho, la estrelló involuntariamente contra el atril y se partió de dos. No sé muy bien si un trozo de la misma se le clavó en el vientre, aunque no llegué a oír ningún quejido y, finalizada la epopeya, el escaso público que aún aguantaba, ignoro si por respeto, por ignorancia, o porque le gustaba sufrir, nos aplaudió como si no hubiera pasado nada anormal. Pero nosotros sabíamos que, más que aplausos, nos merecíamos silbidos de protesta. Y el bajo golpe moral de aquella pieza, interpretada con mal pie y peor acierto, nos dejó a todos descolocados.
El resto fue mejor interpretado Y el concierto, a juzgar por algunos de los presentes que resistieron hasta el final, cual numantinos musicales, resultó todo un éxito. Por cierto, ninguno de ellos formaba parte de los organismos patrocinados por el Ayuntamiento de Madrid, por la Agencia Musical Vivace o por la Obra Social de la Caja de Madrid, que, en un espíritu lejos del sacrificio auditivo, debieron de pensar que bastante hacían ya con el patrocinio del espectáculo.
A las ocho y cuarto de la noche comenzaba el espectáculo. Ante una sala con más de cien butacas, casi todas ellas ocupadas, un coro infantil inició la actuación, seguido de un conjunto instrumental acústico, un grupo de flautas, un conjunto de guitarras y otro instrumental clásico. Todos ellos con sus pequeños fallos fácilmente perdonados por los espectadores que, curiosamente, a medida que avanzaba el espectáculo musical, iban menguando.
A las nueve y cuarto, aparecimos, al fin, nosotros. Los espectadores nos aplaudieron con el mismo fervor aunque con menos intensidad, puesto que el número de asistentes se había ido reduciendo, quedando en aquellos momentos unos veinticinco. Algunos de ellos formaban parte de los que anteriormente habían actuado o eran parientes suyos.
Comenzamos a actuar con la interpretación de “El golpe”. Debo reconocer que la pieza nos salió rana. Quiero decir que no obtuvimos el éxito que hubiéramos deseado. Empezamos demasiado rápido, con lo cual, al llegar a los pasajes más difíciles, nos aturrullamos. Personalmente, me confundí varias veces de compás y hubo momentos en que cada uno marchaba a su aire. Aquello parecía una olla de caracoles a punto de explotar. El bombardino había, de pronto, extraviado una válvula por lo que parte de su soplido era en balde. Yo me las veía conmigo mismo, sin ser capaz de seguir al director que se dejaba llevar por los más acelerados y, en cierto momento, perdió hasta la batuta. O mejor dicho, la estrelló involuntariamente contra el atril y se partió de dos. No sé muy bien si un trozo de la misma se le clavó en el vientre, aunque no llegué a oír ningún quejido y, finalizada la epopeya, el escaso público que aún aguantaba, ignoro si por respeto, por ignorancia, o porque le gustaba sufrir, nos aplaudió como si no hubiera pasado nada anormal. Pero nosotros sabíamos que, más que aplausos, nos merecíamos silbidos de protesta. Y el bajo golpe moral de aquella pieza, interpretada con mal pie y peor acierto, nos dejó a todos descolocados.
El resto fue mejor interpretado Y el concierto, a juzgar por algunos de los presentes que resistieron hasta el final, cual numantinos musicales, resultó todo un éxito. Por cierto, ninguno de ellos formaba parte de los organismos patrocinados por el Ayuntamiento de Madrid, por la Agencia Musical Vivace o por la Obra Social de la Caja de Madrid, que, en un espíritu lejos del sacrificio auditivo, debieron de pensar que bastante hacían ya con el patrocinio del espectáculo.
Por mi parte, me retiré sin palabras, deshecho, acomplejado por el fracaso y con la cola entre las piernas, rumiando los sinsabores de una amarga derrota que, en mi afán por triunfar en mis albores musicales, creía imposible.
1 comentario:
No es fácil el mundo de la música y menos el del músico con vocación temprana y formación tardía. Pero lo importante es saber "amar el tiempo de los intentos y la hora que nunca brilla", palabras del gran músico cubano Silvio Rodriguez.
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