Año nuevo, vida vieja...
Enrique Alpañés nos lo anunciaba en El País nada comenzar este año: “Dividimos la vida en años para intentar entenderla. Y esto es más patente que nunca el 1 de enero, cuando se nos juntan un desenlace y un comienzo. Pero la vida va tan rápido que se nos atraganta, como las uvas”. Y Aida Bao nos lo ratificaba: “El secreto no está en cumplir objetivos sino en tenerlos. La base sobre la que construimos nuestra vida no cambia radicalmente porque en el calendario avance un día. ¡Y menos mal!”. Los nuevos comienzos siempre tienen un encanto especial. Y como cada año que pasa nos brinda la oportunidad de tener un nuevo inicio, no podemos resistir la tentación de plantearnos nuevos propósitos. “Lo cierto ―nos recuerda la psicóloga Jennifer Delgado Suárez, en rinconpsicologia.com―, es que la mayoría de esos objetivos nunca llegan a concretarse o se postergan de un año al otro, hasta que se pierden en la bruma del tiempo. El problema es que una vez que el espíritu del cambio se esfuma, los buenos propósitos para el nuevo año son aspirados por la vorágine de la cotidianidad o quedan sepultados bajo los viejos hábitos. Es muy fácil que, al volver al día a día, caigamos en la trampa de postergar nuestras metas y cedamos ante las costumbres que llevan años arraigadas. Nos sentimos tan cómodos en nuestra zona de confort que preferimos quedarnos a buen cobijo. Y cuando nos planteamos nuevas metas, pero no las cumplimos, estas se van acumulando en el baúl de nuestros sueños rotos.
Para Delgado Suárez no se trata de una mera metáfora. “Tarde o temprano esos objetivos inalcanzados nos pasan factura. De hecho, al mirar atrás y hacer recuento, vuelven a salir a la luz y nos atacan para generar inseguridad. Plantearnos continuamente nuevos objetivos no es un juego que se pueda tomar a la ligera. Cuando nos proponemos una meta, pero no la alcanzamos, ya sea porque la hemos aplazado o porque nos hemos quedado a mitad del camino, nuestra autoconfianza se tambalea. Nos culpamos por el fracaso y empezamos a creer que no somos capaces de lograr nuestros sueños. Esas sensaciones de derrota y pesimismo no tardan en formar un cerco a nuestro alrededor para cortarnos las alas y las ganas de vivir. No se trata simplemente de perder algún kilo, comer más sano o lograr ese ascenso que tanto ansiamos. Está en juego nuestro autoconcepto y la imagen que tenemos de nosotros mismos. Sin embargo, la buena noticia es que siempre no tiene por qué ser así. Es posible salir del círculo vicioso de los buenos propósitos incumplidos”.
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