22 de junio. Pensamientos en torno a la delincuencia.
Desde hace siglos, se ha creado todo un mundo en torno a la palabra delinquir o cometer delito, centrándose sobre todo en la propiedad privada. Gran parte de las fuerzas de orden y seguridad, acusadas demasiadas veces de ineficaces, se han orientado en torno a la defensa y tutelaje de la misma. Lo que ha hecho que jueces, fiscales, defensores y policías se encuentren desbordados por el azote de la delincuencia común basada en el robo y que los juzgados se parezcan cada vez más a las consultas de ambulatorio, en donde prima la cantidad sobre la calidad.
El crecimiento de la delincuencia, potenciada por el paro juvenil y el consumo de droga dura que, desde el principio de los setenta, no ha dejado de crecer, empujaron al Gobierno de Aznar a firmar un pacto para la reforma global de la Justicia por el que se aplicaría una inversión de 250.000 millones de pesetas durante dos legislaturas. Socialistas en la oposición y la derecha en el poder pretendieron hacerla “más ágil, más rápida, más moderna y responsable”. Pero, curiosamente, a nadie se le ocurrió convertirla en más “justa” o en más “humana”. Como si la ola de delincuencia que acosaba las instituciones del Estado se pudiera salvar simplemente ampliando el presupuesto, el número de jueces, de policías y de cárceles.
Personalmente, siempre me ha extrañado que España dispusiera de más policías por habitante que cualquier otro país de Europa. Sin embargo, este hecho nunca ha solucionado el problema de la Justicia, que sigue siendo inoperante e ineficaz. Y seguirá siéndolo por muchos más jueces, policías y cárceles que haya, mientras no se ataje el problema por el punto que más duele, la desigualdad social.
En los inicios de los ochenta, preguntaba a dos periodistas especialistas en la crónica negra por las posibles causas de este fenómeno. Sus respuestas me plantearon nuevos misterios. Había conocido a Juan Madrid siendo él redactor de “Cambio 16” –hoy es un afamado escritor que estoy seguro ratifica las opiniones de entonces–. “En la etapa franquista –me matizaba–, el delito no existía. No había secciones de sucesos sino que todo formaba parte de la propaganda del Régimen. Entonces no se podía hablar ni de las violaciones, ni de los adulterios, y se prohibía hablar de delitos cuando no convenían al Régimen. Se elegían detalladamente los que debían saltar a la prensa. Casi todo era contra la propiedad o, en todo caso, se escribía sobre delitos de sangre, pero sólo los pintorescos y raros, para que quedara bien patente que eran cosas excepcionales y que España seguía en la paz del Caudillo. Los censores sabían perfectamente que una sociedad con delitos, en donde abundan los bandidos y los criminales, era una sociedad injusta, con diferencias de clases, con opresores y oprimidos, y eso no podían admitirlo”.
Entonces, la figura del redactor de sucesos era la del tipo sórdido y con sombrero, gran amigo de la Policía, que no hablaba mucho con los compañeros. Luego, cambió ese personaje de tercera categoría y dejó de ser un confidente o cómplice de la Policía. “Todavía hoy en día –insistía Juan Madrid– se puede encontrar al periodista amigo íntimo de la Policía, que incluso ha recibido medallas del Cuerpo. Y no hablemos del policía que es, al mismo tiempo, periodista. Pero la relación fue cambiando”.
Los nostálgicos del Régimen señalaban la oleada alarmante de delincuencia, achacándola al cambio, cuando era un hecho comprobado que éramos el país con los índices de delincuencia más bajos de Europa. Un país con cada vez más gente nueva y buenos profesionales, con ideas modernas y progresistas. “En general –reconocía Juan Madrid– el redactor de sucesos se negaba a ser una correa de transmisión de la Policía. Las fuentes de información se diversificaron mucho. El periodista contaba con amigos en todas partes: con ex confidentes de la Policía y con ex presidiarios. Conocía los bares en donde vendían drogas, a los policías que aceptaban mordidas, a las prostitutas, etcétera. Y comenzó a contar con sus propias fuentes de información, que también tenían que ser muy contrastadas pero que siempre eran mejores que la sola fuente de la Policía”.
Por su parte, José Martí Gómez, otro periodista que había trabajado en diversos medios y estaba acostumbrado a hacer crónica negra y judicial, me daba, en esas mismas fechas, idéntica opinión. “¿Hasta qué punto los jueces –se preguntaba Martí– no deberían pasar una especie de reciclaje parecido al de los pilotos de líneas aéreas? En el fondo, son bastante conservadores a la hora de interpretar un código que ya de por sí lo es. Aquí se han dado casos de jueces que sufrían alteraciones psiquiátricas. Jueces con fijaciones y desequilibrios que ponían en tela de juicio a la Justicia. Y jueces que se confesaron simpatizantes de Fuerza Nueva. Porque la judicatura, en general, es conservadora, como la medicina o la abogacía. Lo mismo está pasando con la judicatura y con la Policía. Son cuerpos muy cerrados, impermeables a abrirse y a facilitar información”.
Martí Gómez reconocía también que el Código Penal había estado mucho tiempo al servicio de los poderosos y había protegido más a la propiedad que a la vida humana. Según él, a los jueces les estaba sucediendo como a un sector de la Policía. Decían: “Ah, pues eso es cosa de la democracia”. Y cargaban a la democracia con la culpa de todo. “Claro que, entre policías y jueces había una descoordinación de película. Cuando la Policía tenía un informe de alguien buscado por la Guardia Civil, lo encerraba en un cajón para que no lo encontraran. O, a la inversa”.
Otra de las constantes de esta época, era poner más policías en la calle que jueces en los juzgados. Sin tener en cuenta los retrasos de la Justicia, desbordada por montañas de papeles, juicios, pleitos civiles o contenciosos y otros asuntos que se alargaban demasiado, amparados en la falta de medios y en la burocracia. Hoy en día, sigue habiéndolos. Basta, como ejemplo de lo dicho, recordar a la titular del juzgado de lo Penal número 2 de Gijón, con 148 casos pendientes, decenas de cuyos asuntos llevan parados más de año y uno desde hace tres. O el caso de la titular del juzgado del Penal número 1 de Motril (Granada), que extendió injustificadamente la estancia en prisión de tres presos a su cargo, uno de los cuales, Jesús Campoy, permaneció 437 días encerrado, tras haber sido absuelto por ella.
Sigo pensando que no por más dinero aplicado a la reforma de la Justicia será ésta más justa, sobre todo teniendo en cuenta que nadie ha hablada, ni desde el poder, ni desde la oposición, de una aplicación más justa de la Justicia, clave para cambiarla de verdad. Y, mientras tanto, la delincuencia sigue avanzando en el mundo a pasos agigantados. Sobre todo los delitos violentos. En los EEUU, entre el año 2004 y el 2006, los ataques a mano armada se han incrementado en un 67%; los homicidios, en un 71 % y los atracos, en un 80%. El Reino Unido es ya, según un informe de la UE, “capital europea de la delincuencia”. Y en Johannesburgo, México DF y Milán, se ha registrado manifestaciones para protestar contra el Gobierno por su incapacidad por proteger a sus ciudadanos.
El crecimiento de la delincuencia, potenciada por el paro juvenil y el consumo de droga dura que, desde el principio de los setenta, no ha dejado de crecer, empujaron al Gobierno de Aznar a firmar un pacto para la reforma global de la Justicia por el que se aplicaría una inversión de 250.000 millones de pesetas durante dos legislaturas. Socialistas en la oposición y la derecha en el poder pretendieron hacerla “más ágil, más rápida, más moderna y responsable”. Pero, curiosamente, a nadie se le ocurrió convertirla en más “justa” o en más “humana”. Como si la ola de delincuencia que acosaba las instituciones del Estado se pudiera salvar simplemente ampliando el presupuesto, el número de jueces, de policías y de cárceles.
Personalmente, siempre me ha extrañado que España dispusiera de más policías por habitante que cualquier otro país de Europa. Sin embargo, este hecho nunca ha solucionado el problema de la Justicia, que sigue siendo inoperante e ineficaz. Y seguirá siéndolo por muchos más jueces, policías y cárceles que haya, mientras no se ataje el problema por el punto que más duele, la desigualdad social.
En los inicios de los ochenta, preguntaba a dos periodistas especialistas en la crónica negra por las posibles causas de este fenómeno. Sus respuestas me plantearon nuevos misterios. Había conocido a Juan Madrid siendo él redactor de “Cambio 16” –hoy es un afamado escritor que estoy seguro ratifica las opiniones de entonces–. “En la etapa franquista –me matizaba–, el delito no existía. No había secciones de sucesos sino que todo formaba parte de la propaganda del Régimen. Entonces no se podía hablar ni de las violaciones, ni de los adulterios, y se prohibía hablar de delitos cuando no convenían al Régimen. Se elegían detalladamente los que debían saltar a la prensa. Casi todo era contra la propiedad o, en todo caso, se escribía sobre delitos de sangre, pero sólo los pintorescos y raros, para que quedara bien patente que eran cosas excepcionales y que España seguía en la paz del Caudillo. Los censores sabían perfectamente que una sociedad con delitos, en donde abundan los bandidos y los criminales, era una sociedad injusta, con diferencias de clases, con opresores y oprimidos, y eso no podían admitirlo”.
Entonces, la figura del redactor de sucesos era la del tipo sórdido y con sombrero, gran amigo de la Policía, que no hablaba mucho con los compañeros. Luego, cambió ese personaje de tercera categoría y dejó de ser un confidente o cómplice de la Policía. “Todavía hoy en día –insistía Juan Madrid– se puede encontrar al periodista amigo íntimo de la Policía, que incluso ha recibido medallas del Cuerpo. Y no hablemos del policía que es, al mismo tiempo, periodista. Pero la relación fue cambiando”.
Los nostálgicos del Régimen señalaban la oleada alarmante de delincuencia, achacándola al cambio, cuando era un hecho comprobado que éramos el país con los índices de delincuencia más bajos de Europa. Un país con cada vez más gente nueva y buenos profesionales, con ideas modernas y progresistas. “En general –reconocía Juan Madrid– el redactor de sucesos se negaba a ser una correa de transmisión de la Policía. Las fuentes de información se diversificaron mucho. El periodista contaba con amigos en todas partes: con ex confidentes de la Policía y con ex presidiarios. Conocía los bares en donde vendían drogas, a los policías que aceptaban mordidas, a las prostitutas, etcétera. Y comenzó a contar con sus propias fuentes de información, que también tenían que ser muy contrastadas pero que siempre eran mejores que la sola fuente de la Policía”.
Por su parte, José Martí Gómez, otro periodista que había trabajado en diversos medios y estaba acostumbrado a hacer crónica negra y judicial, me daba, en esas mismas fechas, idéntica opinión. “¿Hasta qué punto los jueces –se preguntaba Martí– no deberían pasar una especie de reciclaje parecido al de los pilotos de líneas aéreas? En el fondo, son bastante conservadores a la hora de interpretar un código que ya de por sí lo es. Aquí se han dado casos de jueces que sufrían alteraciones psiquiátricas. Jueces con fijaciones y desequilibrios que ponían en tela de juicio a la Justicia. Y jueces que se confesaron simpatizantes de Fuerza Nueva. Porque la judicatura, en general, es conservadora, como la medicina o la abogacía. Lo mismo está pasando con la judicatura y con la Policía. Son cuerpos muy cerrados, impermeables a abrirse y a facilitar información”.
Martí Gómez reconocía también que el Código Penal había estado mucho tiempo al servicio de los poderosos y había protegido más a la propiedad que a la vida humana. Según él, a los jueces les estaba sucediendo como a un sector de la Policía. Decían: “Ah, pues eso es cosa de la democracia”. Y cargaban a la democracia con la culpa de todo. “Claro que, entre policías y jueces había una descoordinación de película. Cuando la Policía tenía un informe de alguien buscado por la Guardia Civil, lo encerraba en un cajón para que no lo encontraran. O, a la inversa”.
Otra de las constantes de esta época, era poner más policías en la calle que jueces en los juzgados. Sin tener en cuenta los retrasos de la Justicia, desbordada por montañas de papeles, juicios, pleitos civiles o contenciosos y otros asuntos que se alargaban demasiado, amparados en la falta de medios y en la burocracia. Hoy en día, sigue habiéndolos. Basta, como ejemplo de lo dicho, recordar a la titular del juzgado de lo Penal número 2 de Gijón, con 148 casos pendientes, decenas de cuyos asuntos llevan parados más de año y uno desde hace tres. O el caso de la titular del juzgado del Penal número 1 de Motril (Granada), que extendió injustificadamente la estancia en prisión de tres presos a su cargo, uno de los cuales, Jesús Campoy, permaneció 437 días encerrado, tras haber sido absuelto por ella.
Sigo pensando que no por más dinero aplicado a la reforma de la Justicia será ésta más justa, sobre todo teniendo en cuenta que nadie ha hablada, ni desde el poder, ni desde la oposición, de una aplicación más justa de la Justicia, clave para cambiarla de verdad. Y, mientras tanto, la delincuencia sigue avanzando en el mundo a pasos agigantados. Sobre todo los delitos violentos. En los EEUU, entre el año 2004 y el 2006, los ataques a mano armada se han incrementado en un 67%; los homicidios, en un 71 % y los atracos, en un 80%. El Reino Unido es ya, según un informe de la UE, “capital europea de la delincuencia”. Y en Johannesburgo, México DF y Milán, se ha registrado manifestaciones para protestar contra el Gobierno por su incapacidad por proteger a sus ciudadanos.
Pero ¿qué es lo que dispara las cifras de la delincuencia? Según Moisés Maím, los expertos están de acuerdo en que el crimen prolifera cuando se combinan tres factores: un elevado porcentaje de varones jóvenes, muchas drogas y fácil acceso a las armas. Aparte de otros factores, como las desigualdades económicas, que aceleran las tasas de criminalidad.
1 comentario:
Hay dos paradigmas de antiguos redactores de sucesos que ilustran bien tu entrada. De entre los bien vistos, amigos de las altas esferas de la policía, Margarita Landi, la de las dos pipas. De los otros, los malditos, Juan Villarín, el hombre que se murió a sí mismo demasiado pronto, espléndido periodista y amigo,a quien, por cierto, no le gustaba demasiado tu mencionado Johnny Madrid. Él sabía por qué.
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