Islandia: otra forma de solucionar la crisis.
En septiembre de 2008 Islandia, país con 330.000 habitantes, aproximadamente la población de La Rioja, se enfrentaba al mayor descalabro bancario que se recuerda en Europa. Una de las mayores rentas per capita del mundo estuvo a punto de colapsar a consecuencia de la bancarrota de los tres mayores bancos islandeses: Glitnir, Kaupthing y Landsbanki. Sus tres principales bancos colapsaron y fueron nacionalizados. El país, en bancarrota, se enfrentaba al pago de una deuda millonaria contraída por sus bancos con otros países europeos, principalmente Gran Bretaña y Holanda. Pero las protestas de la calle forzaron la dimisión del ejecutivo. Se juzgó al jefe del Gobierno y a tres de sus ministros. Se convocó unas elecciones de las que surgió un Gobierno de coalición entre el partido socialdemócrata y la Izquierda Verde. Se estableció una comisión parlamentaria encargada de de establecer responsabilidades por la crisis, y se elaboró una nueva constitución mediante un proceso de consulta ciudadana.
Tres años más tarde, el tiempo ha dado razón a los irlandeses, opuestos a socializar las pérdidas. La economía islandesa se ha recuperado, creciendo un 3% en 2011 y, pese a los recortes, el desempleo se sitúa en el 7% y la perspectiva de crecimiento para 2012 es del 2,7%. Víctor Sampedro, catedrático de comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos, cree que Islandia no ha hecho una revolución, pues no ha impugnado el modelo político ni el económico. Sigue siendo una democracia parlamentaria capitalista, pero su respuesta a la crisis “ha propiciado una regeneración del modelo político y económico”. No es cierto que Islandia haya metido en la cárcel a sus banqueros, de hecho no ha podido hacerlo. Lo que sí ha logrado, a diferencia del resto de países europeos, es someter a los responsables de la burbuja financiera al escarnio público. Los principales responsables del sector bancario en el momento de la crisis cuentan con procesos abiertos, órdenes de busca y captura y prohibiciones de salida del país. Y lo que es más importante, se ha purgado a la clase financiera que, hasta nuevo aviso, no volverá a tener responsabilidades.
Tampoco es cierto que Islandia no vaya a pagar sus deudas. Simplemente, los ciudadanos –tras importantes movilizaciones y dos referendos– han decidido pagarlas al ritmo considado oportuno. Serán los tribunales internacionales los que decidirán sobre la deuda islandesa, no el resto de países, ni el FMI –pese al crédito de 1.485 millones de euros que concedió al país–. Los mercados han dado la razón a los islandeses. Según explica Sampedro, “las agencias calificadoras mejoraron el rating de la deuda islandesa semanas después de que el presidente del país les negara importancia”.
Cierto que Islandia no es una isla idílica. Pese a la encomiable gestión de la crisis, los ciudadanos islandeses han sufrido un severo recorte a su estado del bienestar, que era uno de los más avanzados del mundo. Islandia ha recortado su déficit público casi a la mitad (del 13% en 2008 al 8% en 2010) y todo debido a medidas nada gratas: han subido considerablemente los impuestos a las personas físicas, los salarios han disminuido una media del 12% y se ha recortado en un 3% la cuantía del PIB destinada a gastos sociales. Pero, más allá de las medidas económicas concretas, que no son tan distintas a las que se han tomado en el resto de países europeos, Islandia supone un ejemplo para hacer las cosas de otra manera. Sampedro cree que el país nórdico ha demostrado que “el derecho a la bancarrota es inviolable” y que las comunidades pueden responder a la crisis de forma distinta. El gran mensaje que da Islandia al mundo, según el catedrático, es que “el sistema de representación democrático está obsoleto y hay que avanzar en la transparencia y la participación”. En ese sentido, Islandia ha pasado de ser un paraíso fiscal a ser la “isla de la transparencia”.
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