“El cantar del Mío Felipe”.
Juan Carlos Escudier escribió, en
Público del pasado martes, este artículo así titulado, cuya lectura recomendamos:
“La propaganda monárquica ha
elevado al jefe del Estado a un pedestal altísimo, y en esos altares estratosféricos
se suele perder mucha perspectiva. Siempre se dijo que las piernas de un hombre
han de ser lo suficientemente largas como para llegar al suelo pero en el caso
de los reyes parece que hubieran de incorporar alzas para mirar a los demás por
encima del hombro. Queda así establecida una relación que nunca es entre
iguales y que produce torticolis a los obligados a elevar la vista para
contemplar una magnificencia que pagamos a escote.
“Si durante siglos fueron
trovadores los encargados de cantar las gestas reales, Felipe VI cuenta ahora
con un afinado coro de medios de comunicación entregados a esta lírica. Las
crónicas describen que nuestro monarca no sólo es el Borbón más preparado sino
también el que salvó la unidad de España de la conjura secesionista. Si el
padre detuvo el golpe de Estado de Tejero vestido de capitán general, el hijo
ha hecho lo propio con el de estos pérfidos catalanes que ahora vagan por
Europa o expían sus pecados en prisión, pero sólo con chaqueta y corbata.
“Desde este domingo, se canta una
nueva hazaña, según la cual, estando en territorio ‘enemigo’ con motivo de la
inauguración del World Mobile Congress, y desafiado en singular justa por la
alcaldesa de Barcelona, que se negó a rendirle pleitesía y le afeó su falta de
empatía tras la consulta del 1-O, nuestro legendario monarca recogió el guante,
embridó su corcel y derribó del caballo a Colau con una sola frase: “Yo estoy
aquí para defender la Constitución y el Estatut”. Si algún día Netflix le diera
por hacer una serie al estilo de la que se hizo de la Transición con voz en off
de Victoria Prego, éste sería el título de uno de sus capítulos.
“El rey, en efecto, tiene jurado
guardar y hacer guardar la Constitución pero también respetar los derechos de
los ciudadanos (art. 61), literalmente pisoteados –derechos y ciudadanos– en el
caso que nos ocupa. Eso fue lo que se echó en falta en su discurso del 3 de
octubre, donde no se permitió ni una sola critica a una violencia que
escandalizó a medio mundo ni una mínima apelación a un diálogo al que pudieran
aferrarse no ya los independentistas sino esa legión de insatisfechos cuyos
miembros se siguen contando por decenas de miles.
“Tal y como se dijo aquí en su
día, lejos de ser una gesta, el encendido discurso en el que ordenaba actuar
contra la pretendida insurrección representaba el fracaso de una institución
que, también constitucionalmente, tiene encomendada ser árbitro y moderador del
funcionamiento de las instituciones (art. 56), función de la que tanto el
padre, entregado al dolce far niente, como el hijo han hecho dejación en los
cerca de seis años de enquistamiento del conflicto catalán. En ese tiempo los
señores del trono han mirado para otro lado. No se trataba de hacer política
sino relaciones públicas, algo que tanto se aplaude cuando se trata de vender
fragatas o trenes a los primos del Golfo.
“La inusual dureza sólo es
explicable por una cuestión de supervivencia. No se pretendía convencer sino
vencer, porque una solución distinta que implicara una nuevo encaje territorial
podría derivar en un debate abierto sobre el modelo de Estado, y eso son
palabras mayores porque con las cosas de comer no se juega. Los juglares ya
tienen tema”.
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