Francisco Ascaso, apurando el cigarrillo y la vida.
«Durruti no había
reparado en la indumentaria de su amigo, al que le gustaba vestir con humilde
elegancia. Llevaba una americana larga y desgarbada que le cubría la culera
igual que un frac, con la cresta de un pañuelo blanco despuntando en el bolso a
la altura del pecho. Y pantalones de raya diplomática. Y el pelo enlacado y
unas sandalias con calcetines claros. Parecía que el levantamiento militar lo
hubiera sorprendido en una tarde de juerga, en mitad de una romería de barrio.
—Vaya pintas traes tú
para hacer la revolución, maño —se mofó de él Durruti tirándole de una oreja,
como quien reprende a un chiquillo descuidado.
Ascaso no respondió.
Falseó el gesto para sonreír, con el cansancio dibujado en el rostro. Le dio
una calada profunda al cigarrillo, sus mejillas adquirieron la apariencia de
dos fosas. Miró para el pitillo con un reflejo de nostalgia, como si estuviera
despidiéndose del tabaco, y chupó la última calada achinando los ojos, que en
ese instante parecían las rendijas de un búnker inexpugnable. Tiró el
cigarrillo a medio gastar y agarró el fusil ametrallador con decisión.
—Acabemos con esto, Pepe,
que llevamos dos días sin dormir —dijo con un tono de voz mecánico.
Durruti alzó la mano
izquierda mientras articulaba con los dedos de la otra mano un silbido para
avisar al conductor del camión que acababan de blindar artesanalmente. El Ebro
B35, forrado de arriba abajo con colchones, arrancó con un leve carraspeo del
motor y empezó a moverse a paso de carruaje fúnebre por el último tramo de la
rambla, mientras la ametralladora Hotchkiss 1914, apuntalada sobre la cabina,
comenzó a escupir balas con movimientos convulsivos. Varios milicianos con
armas automáticas se colocaron detrás del vehículo, pegándose como lapas al
chasis trasero para no brindarle un blanco fácil al enemigo. El camión avanzó
regateando los primeros cuerpos sin vida que estaban secando al sol en aquel
tramo frecuentado por la muerte. Al aproximarse a la calle Santa Madrona, el
tiroteo que caía en granizo desde una de las garitas del cuartel puso en
compromiso el avance. Los confederales buscaron refugio donde pudieron. Ascaso
echó a correr hasta una de las casetas del mercadillo de libros usados y allí
aguardó unos segundos para desanublar su mente. Cerró los ojos para calcular
los metros que había ganado y los que quedaban por ganar. Tenía cerca la
primera de las garitas, al alcance de una carrera serpenteante, con quiebros
rápidos para desquiciar a las miras de los fusiles. Salió del parapeto de
madera con mirada inflamable, zigzagueando como una serpentina y descargando
una tromba de disparos sobre la garita. Pero un tirador con puntería olímpica
siguió los ángulos alternantes de su carrera y atrapó sus pasos. El disparo
alcanzó a Ascaso entre los ojos. La muerte, con el encargo cumplido, dejó que
su cuerpo danzara en el aire unas décimas de segundo, antes de hacerlo caer
igual que una marioneta a la que le cortan los hilos que la amarran a la vida.
Su fusil ametrallador quedó apuntando a la costa, como una vara de zahorí que
anuncia la cercanía del agua.
A sus espaldas, el mundo
se detuvo. Durruti, a pocos metros, lo vio caer y ahogó un grito de advertencia
que ya llegaba tarde. Apretó los dientes con la fuerza de un cepo, sintiendo un
dolor desgarrador. Sus pupilas se empañaron con una llovizna no solo provocada
por el humo y la pólvora sino, sobre todo, por una tristeza infinita».
Paco Álvarez. 'Lluvia de agosto', Hoja de Lata
Editorial.
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