La Mallorca que no se muestra a los turistas.
Jaume Santandreu.
Comprometido con la realidad de una isla marginada y pobre con la jerarquía
de la Iglesia mallorquina, rica y presuntuosa, de la que se automarginó
voluntariamente, Jaume Santandreu es como un conejillo de campo, un escritor a
secas, un “Che” Guevara de andar por casa o un glosador del pueblo. Es autor de una
quincena de libros de poemas como de otras tantas obras en prosa. Últimamente, desde
el 3 de diciembre pasado, confecciona un blog (http://jsantandreuisureda.blogspot.com.es/)
que tiene tanto de ensayo como de poseía, en el que hace confesiones personales y crítica
la realidad, en un cuerpo literario, punzante y arriesgado: 'Déu meu!'
(¡Dios mío!). Está formado por 220 entradas y cada una de ellas cuenta
exactamente con 220 caracteres, una determinación formal que exige, además de
concisión extrema, una claridad expositiva. Hablamos con él en Can Cazà, casa
de acogida y hogar en el que residen una treintena de excluidos sociales extremos
(drogodependientes tóxicos y alcohólicos sin ningún tipo de soporte, adictos en
procesos de recuperación, y otros que no pueden acceder a una red pública de
servicios sociales). Son como una familia numerosa en la que atiende a esta
clase de personas excluidas de la sociedad, en el seno de la cual ejerce de
cocinero y de síndico general. En ella recuperan la autoestima y la dignidad con
sus trabajos en la granja y en el huerto. Una vez recuperados, son acogidos en
Sa Casa Llarga, en la que ofrecen talleres de recuperación de ropa y de
muebles.
“Del más de medio millón de
habitantes de la isla de Mallorca –nos cuenta Santandreu– ciento veinte mil están
sin trabajo. Y los parados de más de seis meses se convierten en marginados. Los
inmigrantes son los llamados “forasters de merda” y son los más afectados por
el paro. El nombre impuesto más repetido en ciertos pueblos de la isla como en
La Puebla, Inca, Manacor, es el Mohamed. Muchos de ellos practican las ‘camas
calientes’, subalquilando un lecho por horas. Frente a ellos, el isleño hace como el
caracol, vive en su mundo, y se esconde en su cáscara cuando advierte cualquier
peligro, mientras que los poderosos y los políticos –en Mallorca, ladrones y
políticos son los mismos– continúan atrapados en la triple tentación del
dinero, el poder y las ganas de figurar y la clase media pasa a ocupar la clase
baja. Sobran alimentos, pero el problema es que hay quienes pasan hambre y
quienes no. Hay alimentos que no son repartidos correctamente. De esta manera,
muchos siguen pasando hambre”.
Todo comenzó el 7 de enero de 1993, cuando la asociación “El Refugio” abrió
las puertas de un hostal de la calle de los Apuntadores, de Palma, para alojar
gratuitamente toda aquella persona que, por cualquier motivo, se encontraba en
la calle, sin ningún tipo de apoyo institucional. Una iniciativa pionera en
Europa que nunca ha sido estudiada como se merece. Se pretendía que cualquier marginado, a
cualquier hora y día, tuviera un lugar donde estar y exponer sus necesidades
más urgentes e inmediatas, al tiempo que, desde aquella casa grande de hijos
pródigos, se intentaba buscar y encontrar la respuesta adecuada a cada
albergado. Los inspiradores de esta iniciativa de ayuda primaria y urgente veían que
no respondía al clamor de unas nuevas criaturas marginadas, jóvenes e
ilustradas, en contraposición a los primeros desterrados sociales.
“Considerábamos que los marginados se convertían en desgraciados cuando, a cuenta
de salvarlos, los obligaban a pasar hambre, a sentirse culpables, a
contemplarse como fracasados, a ser carne de horca. Y todo por quererlos sumisos
y obedientes y mudos ante las contradicciones, xenofobias e injusticias de la
sociedad. En el hostal de la calle Apuntadores, acogíamos toda clase de
necesitados durante las veinticuatro horas de cada día y noche, laborable o
festivo. Los inquisidores y los que
mandaban, sólo nos permitían un temblor absurdo y antinatural, unidireccional,
que pretendía insinuar un mundo inexistente, irreal, rechazado de todos.
Esta sobredosis se cobró, en 1995, la vida de 45 jóvenes que no murieron de sobredosis o por dosis
adulteradas sino porque nuestra hipócrita y traicionera sociedad les obligaba a
inyectarse a escondidas. La reacción de las autoridades y del poder ante la
apertura del hostal fue la de acusarnos de practicar con inquina la política de
los hechos consumados, de maltratar aquellos a quienes decíamos querer ayudar, amontonándose
en unas estancias inapropiadas y en unas condiciones de salubridad pésimas. Y
de activar gratuitamente todo tipo de alarmas sociales con el único fin de dar
salida a los afanes de provocación y polémica. La aventura de aquel hostal de la calle
Apuntadores acabó en atentado con bomba incendiaria el 28 de mayo de 1993, y,
en un momento de máxima ocupación. Y sin embargo, de esta tragedia nació Sa
Placeta, inicialmente ubicada en la plaza de la Misericordia, comenzando con
ella otra historia que aún dura”.
Mañana: Y II. “El decálogo de
los marginados”.
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