Tres días y medio en París (2).
Foto del Templo masónico
del Gran Oriente de Francia, en la rue
Cadet.
A las ocho de la mañana, observo,
a través de la ventana, la estación de Orleáns. La gente desconocida aparece y
desaparece en la niebla que envuelve el paisaje y el paisanaje. Dos horas más
tarde, llegamos a la Gare Du
Nord. Dejamos nuestro equipaje en la consigna y nos lanzamos por la Rue Lafayette. Teníamos hambre
por recordar nuestros trayectos a pie o en metro, que es como circulábamos
entonces y seguimos hoy circulando. Con casi tres kilómetros de larga, esta
calle, concurrida y ruidosa, sigue contando con numerosos restaurantes y bares,
así como las célebres Galeries Lafayette que no nos interesaba visitar.
Corresponde al IX distrito y es conocida por el incesante paso de judíos
norteafricanos por el barrio de las sinagogas, los negocios y anticuarios de
segunda división, así como por los centenares de masones que acuden al edificio del Gran Oriente de Francia, peligroso
para el creador de la teoría del contubernio judío masónico internacional.
Franco, en efecto, no hubiera durado ni media cerveza a presión tomada en
cualquiera de las terrazas de los cafés y “brasseries” de la calle. Librerías
esotéricas, tiendas de comida preparada, carnicerías kosker, fruterías árabes,
anticuarios con mostradores en la calle, gitanos catalanes, marroquineros
valencianos, taberneros pelirrojos, viejecitas tristes, niños que vienen o van
a las escuelas de música cargados con gigantescos violonchelos a sus espaldas,
maestros del talmud, hombres de negro que asisten a reuniones con el gran
arquitecto. Peluqueros y masajistas de todas las escuelas estéticas y
terapéuticas del mundo. Provincianos camino de los teatros de los grandes
bulevares o del Folies Bergère de la cercana rue Richer.
Continuamos cierto tiempo a pie
hasta la calle Cadet, en donde mi compañera vivía, pero, el pasillo que conduce
a su escalera estaba cerrado. Pedimos a la portera que nos permita acercarnos
para recordar viejos tiempos. Accede con una sonrisa, al ver nuestro aspecto de
gente pacífica, y nuestro sueño se convierte en realidad. De esta manera, podemos
recomponer nuestra juventud mientras subimos o bajamos la escalera de madera
que sigue emitiendo un quejido de antaño conocido. Cuando la subí por primera
vez, yo tenía 25 años y ella sólo 20. Y soñábamos con cambiar un día este viejo
mundo.
Contamos con casi dos horas para
reconstruir el paso de este tiempo en el que intentamos continuar hasta llegar
a la Rue de Abesses,
en donde yo vivía en una habitación de un séptimo piso, sin ascensor, a cambio
de unas clases que impartía al hijo de la propietaria que me la cedía gratis.
Era el tema que me inspiró mi novela “El meteco, Ben Azibi”, publicada en estas
páginas. Pero el cansancio acumulado la noche anterior en que viajamos en tren
no nos permitió llegar. Así que dimos media vuelta y volvimos a la Gare du Nord para tomar el
que nos conduciría a Crepy en Valois, donde vive una hermana de mi compañera,
de 84 años, enferma y sola, con un perro, un gato y numerosos pájaros
enjaulados. Pasamos el resto del día con ella y dormimos en una casa de
huéspedes con un jardín asilvestrado con flores y árboles de todas las clases.
El resto de la noche la pasé en una cama que, afortunadamente, no daba vueltas
sobre sí misma ni traqueteaba como el tren que nos condujo a París. Aunque
parecía, eso sí, perderse en su espaciosa extensión, más propia de un campo de
fútbol que de una estrecha litera.
Mañana: continuación (y 3)
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