El Arte de la tortura.
Patxi Ibarrondo escribe
en LQSomos el siguiente artículo:
“Unas filigranas humanas
de llamativos colores, seres andróginos y ceñidos de seda y dorados abalorios,
avanzan al paso en un redondel de galleta. Al son de una fanfarria de pasodoble,
las figuras caminan erguidas, seguidas de sus cuadrillas, aderezadas con plata
subalterna: banderilleros, mozos de estoque. Y los monosabios. Siempre me ha
gustado esta palabra y su semántico significado. Los monosabios son los
encargados de echar paladas de arena para cubrir la sangre de la lidia. Y
azuzar con una vara reglamentaria a los aterrorizados caballos ciegos de los
picadores. Los tres cuerpos jóvenes caminan sobre las puntas de los pies,
enfundados en unas zapatillas de ballet, y el cuerpo almidonado por un miedo
ritual. Tienen el rictus del oficio en el rostro pálido, tallado por la luz
artificial de los hoteles. Son los maestros matadores. Artistas de la muerte
vestida de rito por las plazas de España. Aunque, no nos engañemos: estos
profesionales son matarifes de lujo. Van a oficiar una liturgia de sangre y
arena en esa Fiesta de colores que es la bandera de España. La orgía de la
tortura del toro acorralado y obligado a embestir. Todos los toreros sueñan con
poseer una dehesa, y matan cientos de toros cada año para conseguirlo. Con su
tronío conservador y chulesco, encarnan la rijosa España costumbrista de
señoritos de casino y latifundio, lagartijas y esparto mental. Y en medio de
todo ese orbe escatológico, el toro bravo como víctima del sacrificio litúrgico
a una tradición de cerebros insolventes y algún intelectual despistado o
parasitario. Suenan los desafinados clarines y el redoble del tambor. Es la
hora de la verdad. Arriba del ruedo el público ruge de excitación. Aplauden a rabiar
a la espera de la lidia del susto y del calambre en la entrepierna. Han pagado
por disfrutar la humillación y el descuartizamiento del mítico toro bravo. Esa
furia animal es escarnecida una y otra vez, por la astucia. La furia desafiada
embiste al aire.
“El aleteo engañoso de
un trapo al que llaman Arte, cuando se trata de simple habilidad costurera. Una
efímera y bastarda sensación exaltada, por la literatura fácil, al rango de
tragedia. Cuando todo lo más se trata de un exotismo soez y carnicero, que
acaba en un vulgar puchero de estofado. También se llama arte a la guerra.
Poner exquisitos adjetivos no es difícil, sobre todo si esconden una siniestra
trastienda de dolor y mafiosidades nada sublimes. Aparte de la manipulación
genética, antes de enfrentarse a su trágica hora en un ruedo, el toro ha sido
rigurosamente escofinado, tundido a golpes, viajado por carretera cientos de
kilómetros padeciendo sed en un cajón y, eventualmente, víctima de la moderna
farmacopea amodorrante. Pues, para las empresas taurinas, un torero de cartel
es una inversión muy rentable. Y hay que limitar los riesgos al máximo.
“El gran parné que mueven los toros ilustra
hasta qué punto el negocio de la lidia es un zafio monedero y no otra cosa más
ilustre ni más fina. Una casquería que se anuncia como Cultura y no es más que
ceremonia de bajas pasiones, a mayor gloria de la ocupación hostelera. Sangría
a sol y sombra. Al compás de la corrida, en las plazas de toros tiene lugar un
juego cruzado de seducciones metafóricas, aunque no exentas de evidencia
genital al por mayor. Los cojones del toro levantan controvertidas y celosas
pasiones. El delirio. A medida que lo van macheteando se produce un alivio de
escrotales frustraciones colectivas, a costa de un animal cuyo único delito es
ser un tótem mitológico.
“Tauromaquia es como
llaman a la transformación de la fortaleza viril del toro en mugidos, moscas,
babas, miedo, bostas y mondongo, tortura y muerte. País eternamente paradójico,
donde el perfil de ese mismo toro bravo se exhibe como elemento simbólico de
los supuestos atributos de la raza”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario