El mundo necesita a Assange.
El mundo no necesita más
cumbres inútiles, ni más discursos huecos sobre democracia, ni más premios
repartidos entre élites que se felicitan a sí mismas. El mundo necesita a
Assange porque incomoda, porque desarma relatos oficiales y porque demuestra,
con documentos y fechas, que el poder miente cuando nadie lo vigila.
Julian Assange no es un
símbolo abstracto. Es una persona concreta que lleva más de 15 años pagando el
precio de haber hecho periodismo en serio. Desde 2010, cuando WikiLeaks publicó
los Iraq War Logs y los Afghan War Diaries, el mensaje fue claro: quien exponga
los crímenes del poder será castigado, aunque no haya cometido ninguno. Más de
250.000 cables diplomáticos revelaron ejecuciones extrajudiciales, torturas
sistemáticas y mentiras de Estado. La respuesta no fue investigar los hechos,
sino destruir al mensajero.
Assange pasó 7 años
encerrado en la embajada de Ecuador en Londres y 5 años más en la prisión de
máxima seguridad de Belmarsh. Sin condena firme, sin juicio justo y con un
deterioro físico y psicológico documentado por relatores de la ONU, que
hablaron de tortura psicológica prolongada. No es una metáfora. Es un
diagnóstico oficial.
El mensaje político es
nítido. Si publicas la verdad, te aplastamos. Si revelas cómo se mata en tu
nombre, te llamaremos criminal. Si expones la maquinaria de guerra y vigilancia
del capitalismo global, te convertiremos en ejemplo. No para hacer justicia,
sino para generar miedo.
En 2010, el vídeo
Collateral Murder mostró cómo un helicóptero estadounidense asesinaba a civiles
en Bagdad, incluidos dos periodistas de Reuters. La grabación era real. El
crimen estaba documentado. Nadie fue juzgado por los disparos. Quien acabó
perseguido fue quien permitió que el mundo lo viera.
Desde entonces, gobiernos
que se llenan la boca con la palabra libertad han trabajado coordinadamente
para sentar un precedente peligroso. Estados Unidos solicitó la extradición de
Assange bajo la Ley de Espionaje de 1917, una norma pensada para tiempos de
guerra y nunca antes aplicada a un editor. Si ese precedente se consolidaba,
cualquier periodista, en cualquier país, podría ser procesado por publicar
información veraz incómoda para una potencia militar..
Mientras tanto, quienes
defienden a Assange son caricaturizados como radicales, ingenuos o
conspiranoicos. Es la táctica clásica: deslegitimar al defensor para no debatir
el fondo. Pero el fondo es incómodo. Porque obliga a mirar de frente el vínculo
entre democracia formal y violencia estructural.
Assange no encaja porque
no pide permiso, no negocia titulares, no suaviza el lenguaje para hacerlo
digerible. Publica lo que existe. Y eso desnuda la arquitectura real del poder.
Guerras ilegales, espionaje masivo, chantaje diplomático, corrupción
estructural.
No es casual que mientras
se encarcela a quien revela crímenes de guerra, se blanquee a quienes los
ordenan. Las y los responsables de invasiones ilegales, de programas de tortura
y de asesinatos selectivos cobran conferencias millonarias y escriben memorias
de éxito. El problema nunca fue la violencia. El problema fue mostrarla.
La persecución contra
Assange ha contado con silencios cómplices. De gobiernos progresistas y
conservadores. De grandes medios que publicaron los cables y luego miraron
hacia otro lado. De instituciones que presumen de derechos humanos mientras
aceptan que un editor se pudra en una celda por hacer su trabajo.
El mundo necesita a
Assange porque necesita saber cómo funciona realmente el poder. Porque sin
filtraciones, sin fuentes protegidas, sin periodistas dispuestos a asumir
riesgos, la democracia se convierte en un decorado. Bonito por fuera. Vacío por
dentro.
No se trata de idolatrar a una persona. Se trata de defender un principio. Que decir la verdad no sea un delito. Que informar no sea equiparado a espiar. Que el periodismo no sea castigado como si fuera terrorismo.
(Spanish Revolution)
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