sábado, 29 de julio de 2023

Francisco Ascaso, apurando el cigarrillo y la vida.

Un 20 de julio murió en las calles de Barcelona el anarcosindicalista aragonés Francisco Ascaso (1901-1936). El fotógrafo valenciano Agustì Centelles atrapó esta última imagen, minutos antes de su muerte.

«Durruti no había reparado en la indumentaria de su amigo, al que le gustaba vestir con humilde elegancia. Llevaba una americana larga y desgarbada que le cubría la culera igual que un frac, con la cresta de un pañuelo blanco despuntando en el bolso a la altura del pecho. Y pantalones de raya diplomática. Y el pelo enlacado y unas sandalias con calcetines claros. Parecía que el levantamiento militar lo hubiera sorprendido en una tarde de juerga, en mitad de una romería de barrio.

—Vaya pintas traes tú para hacer la revolución, maño —se mofó de él Durruti tirándole de una oreja, como quien reprende a un chiquillo descuidado.

Ascaso no respondió. Falseó el gesto para sonreír, con el cansancio dibujado en el rostro. Le dio una calada profunda al cigarrillo, sus mejillas adquirieron la apariencia de dos fosas. Miró para el pitillo con un reflejo de nostalgia, como si estuviera despidiéndose del tabaco, y chupó la última calada achinando los ojos, que en ese instante parecían las rendijas de un búnker inexpugnable. Tiró el cigarrillo a medio gastar y agarró el fusil ametrallador con decisión.

—Acabemos con esto, Pepe, que llevamos dos días sin dormir —dijo con un tono de voz mecánico.

Durruti alzó la mano izquierda mientras articulaba con los dedos de la otra mano un silbido para avisar al conductor del camión que acababan de blindar artesanalmente. El Ebro B35, forrado de arriba abajo con colchones, arrancó con un leve carraspeo del motor y empezó a moverse a paso de carruaje fúnebre por el último tramo de la rambla, mientras la ametralladora Hotchkiss 1914, apuntalada sobre la cabina, comenzó a escupir balas con movimientos convulsivos. Varios milicianos con armas automáticas se colocaron detrás del vehículo, pegándose como lapas al chasis trasero para no brindarle un blanco fácil al enemigo. El camión avanzó regateando los primeros cuerpos sin vida que estaban secando al sol en aquel tramo frecuentado por la muerte. Al aproximarse a la calle Santa Madrona, el tiroteo que caía en granizo desde una de las garitas del cuartel puso en compromiso el avance. Los confederales buscaron refugio donde pudieron. Ascaso echó a correr hasta una de las casetas del mercadillo de libros usados y allí aguardó unos segundos para desanublar su mente. Cerró los ojos para calcular los metros que había ganado y los que quedaban por ganar. Tenía cerca la primera de las garitas, al alcance de una carrera serpenteante, con quiebros rápidos para desquiciar a las miras de los fusiles. Salió del parapeto de madera con mirada inflamable, zigzagueando como una serpentina y descargando una tromba de disparos sobre la garita. Pero un tirador con puntería olímpica siguió los ángulos alternantes de su carrera y atrapó sus pasos. El disparo alcanzó a Ascaso entre los ojos. La muerte, con el encargo cumplido, dejó que su cuerpo danzara en el aire unas décimas de segundo, antes de hacerlo caer igual que una marioneta a la que le cortan los hilos que la amarran a la vida. Su fusil ametrallador quedó apuntando a la costa, como una vara de zahorí que anuncia la cercanía del agua.

A sus espaldas, el mundo se detuvo. Durruti, a pocos metros, lo vio caer y ahogó un grito de advertencia que ya llegaba tarde. Apretó los dientes con la fuerza de un cepo, sintiendo un dolor desgarrador. Sus pupilas se empañaron con una llovizna no solo provocada por el humo y la pólvora sino, sobre todo, por una tristeza infinita».

Paco Álvarez. 'Lluvia de agosto', Hoja de Lata Editorial.

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