La Iglesia, opaca y reaccionaria.
El arzobispo de Madrid,
Carlos Osoro (c), junto al cardenal-arzobispo de Barcelona, Lluis Martínez
Sistach (i), y el presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE),
Ricardo Blázquez (d)
La aprobación por el Gobierno de
la Ley de Transparencia apenas ha
afectado la Iglesia Católica que, al contrario de los partidos políticos o las
organizaciones fiscalizadas por el Tribunal de Cuentas, sigue con sus oscuros
intereses, sus privilegios y sus cuentas. Los
obispos sólo tienen la obligación de presentar una memoria sobre el uso
que han hecho de los fondos públicos recibidos sobre todo de lo recaudado en la
declaración del IRPF (unos 250 millones de euros), y de los beneficios fiscales
de que disfrutan, como la exención del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). El
resto, que no es poco, ella sola se lo guisa y se lo come, sin importarle un
pepino que una gran mayoría sufra los efectos negativos de la crisis.
Fuentes del tribunal de Cuentas
apuntan que si hubiese voluntad real de fiscalizar el dinero de los ciudadanos
que recibe la Iglesia Católica, podría hacerse aplicando esta ley. Sobre todo
si “las ayudas son superiores a los cien mil euros, o que al menos, el 40% de
sus ingresos tenga carácter de subvención o ayuda pública”. Pero la Iglesia Católica
se supo proteger por el acuerdo con la Santa Sede,del 3 de enero de 1979, que
la salva de dar cuenta de sus gastos del dinero público. Y sigue disfrutando de
la exención de la paga del IBI. Un regalo que, según Europa Laica, supone cada año entre 2.000 y 3.000 millones
de euros. Por otra parte, cada año, el Estado paga a la Iglesia Católica 109
millones de euros con los que se paga a los docentes de Religión que enseñan la
historia del Catolicismo en los colegios públicos.
La Iglesia Católica decide el
dinero público que necesita conforme a sus fines y justifica su gasto con una
memoria (sin documentos acreditativos) en la que relata el gasto que ella mismo
fijó. De esta manera tan torticera, la Iglesia
decide el dinero público que necesita conforme a los fines que ella fija y
justifica su gasto con una memoria que constituye un “relato” del gasto que
también ella reivindica. Fuentes del Tribunal de Cuentas reconocen que “el
problema es que la Iglesia Católica no se financia sólo con
el 0,7% del IRPF, sino que recibe también cantidades
“desconocidas” imposibles de cuantificar y procedentes de conciertos
educativos, sanitarios o “a través de sus propias entidades destinadas a fines
sociales, como Cáritas o Manos Unidas”.
Los
Programas de Fiscalización, que aprueba el Congreso cada año, nunca han incluido a la Iglesia
Católica. Desde el
Departamento Primero del órgano fiscalizador, que engloba los ministerios
económicos de la Administración General del Estado (AGE), “en 2912,
se solicitó” que se incluyese
para el Programa de 2013. Sin embargo, el director de ese Departamento, Manuel Aznar
(hermano del expresidente del Gobierno) “contestó formal y expresamente
que esta línea no estaba dentro de las prioridades” de su sección”. En
el diseño del programa para 2015, volvió a solicitarse la fiscalización del
dinero público que recibe la Iglesia Católica vía PGE, pero en esta ocasión, el
Departamento Primero lo rechazó por un “problema de tiempo”. Y todo quedó,
subrayan desde el Tribunal de Cuentas, en “una mera declaración de intenciones”
sin concreción alguna. ¿Por qué se evita
continuamente abordar el asunto de la fiscalización del dinero público que
recibe la Iglesia Católica cuando la sociedad demanda más transparencia a sus instituciones? En
el propio Tribunal de Cuentas se tiene la impresión de que “si se conociese la
cuantía total recibida por todos los conceptos y se dispusiera del listado de
actividades desarrolladas, se llegaría a la conclusión de que la
Iglesia está sobrefinanciada”. Es más, un miembro del Tribunal de
Cuentas advierte de que “es muy posible que la Iglesia esté obteniendo un enriquecimiento
injusto con esta forma
peculiar de financiación, que
suma vías finalistas y otras de sostenimiento general”. Pero, la realidad es
que, ante este iceberg con el que el Estado se encuentra cada año, la
Administración prefiere rodearlo con prudencia a toparse directamente con él. Y
así nos va a los administrados.
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