Los burros no son tontos, sino tremendamente inteligentes.
Dilfenio Romero trabajó casi 40 años en el Canal de
Isabel II y hace 24 creó Burrolandia, la Asociación Amigos del Burro.
Sergio C. Fanjul escribe
sobre burros en El País, en donde cuenta la historia de Dilfenio Romero, de 66
años: “Tiene un aire a Chanquete, el de Verano Azul, con su gorra, su barba
blanca, su rostro curtido por el tiempo, los ojos vivarachos. Trabajó casi 40
en el Canal de Isabel II y hace 24 creó Burrolandia, la Asociación Amigos del
Burro, por la zona de Tres Cantos. Se pasea campechano por sus dominios,
rodeado de burros, caballos, cabras, perros y otros animales, con un bastón en
la mano. Los domingos los visitantes humanos, entre rebuznos, dan zanahorias y
lechuga a los burros, más de 50 ejemplares (leoneses, zamoranos, extremeños,
africanos…) que Romero ha rescatado, ahora que la mecanización les ha
sustituido en las labores del campo: están en peligro de extinción. Con ayuda
de sus colaboradores les recoge, les cuida, les cura, les proporciona una
existencia plácida”.
Usar burro como sinónimo
de tonto no pega en la explicación que se da de los borricos. “Es un mito. El
burro es más inteligente que el caballo, y con diferencia. Si tienes siete
caballos y metes un burro, a la semana todos los caballos siguen al burro.
Cuando no había topógrafos ni ingenieros de caminos mandaban a un burro y, por
donde pasaba, construían el mejor camino. Son tremendamente inteligentes. Aquí
tratamos de reubicarlos, por ejemplo, mediante la burroterapia, que ayuda a
niños discapacitados. Es un animal muy dócil, muy cariñoso, a los niños no les
da miedo. Con esa función esperamos que se mantengan”. Fanjul nos lo recuerda:
·Les recogemos, muchas veces abandonados. No solemos traer caballos, pero el
otro día nos llamaron porque había una cuadra abandonada, la mitad estaban
muertos. No tenemos mucha ayuda, nos llaman las instituciones para recoger
animales y luego se olvidan de ti. Que al menos nos den sacos de pienso para
que coman los animales.
Empezó a a recoger madera
y construyó casetas y cuadras. Algunas todavía aguantan desde el principio. En
2018, un incendio arrasó las oficinas, pero ya las volvió a construir. “Hace
poco le llamaron para recoger una burra que andaba perdida por un pueblo de
Cuenca, de un lado para otro, atravesando las carreteras. Los chavales del
pueblo se montaban encima, le daban vino, le hacían putadas… Fui para allá con
el remolque y me la traje. Se llama Cecilia”.
Cuenta que un médico
rural leonés que iba por el mundo, de pueblo en pueblo, visitaba a enfermos montado
en su burra Margarita. “Cuando nacían niños y celebraban, los aldeanos le
invitaban a aguardiente. Se cogía unos melocotones que no podía ni andar. Así
que le subían a la burra, le ponían una manta encima y decían: ‘Margarita, pa’
casa’. Y la burra le llevaba a casa, a veinte kilómetros, o más, por el monte.
Fíjate si son listos”. Está convencido de que la gente está más concienciada
ahora con los animales, aunque no todo el mundo. “¿Sabes quienes está más
concienciados? No los chavales jóvenes, sino las personas mayores, las que han
convivido con ellos”. Y la gente culta, añadiría yo. La que ha disfrutado leyendo “Platero y
yo”, un libro escrito en 1914 por Juan Ramón Jiménez, que recrea poéticamente
la vida de Platero, cuyo primer párrafo comienza: “Platero es pequeño,
peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva
huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos
de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente con su
hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo
llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece
que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal”…
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