17 de diciembre. El aguinaldo de la Navidad.
Rodeado de libros y de recuerdos del pasado, desde la soledad de mi estudio compruebo fríamente y sin nostalgia alguna cómo siguen en pie en estas fechas los regalos de la Navidad, el antiguo aguinaldo que, aparte de las pagas extras, se traduce en comidas y cenas ofrecidas por la empresa en donde uno trabaja. Detalles que los jefes tienen con sus empleados. Gestos empresariales medidos desde arriba según diversos baremos: la humanidad, la prosperidad, la generosidad de los ejecutivos y jefes para con los simples pruritos y empleados de pie de obra: redactores, fotógrafos, empleados y mandados...
Recuerdo cómo, por esas fechas, la empresa en donde trabajaba siempre nos ofrecía una comida o una cena en la que, a veces, asistía algún alto miembro del consejo editorial o de la directiva. Los empleados debíamos agradecer el gesto y algunos hasta celebraban las gracias de algún ejecutivo, riéndose de algún chiste contado sin gracia alguna. Era una manera de subir puntos y ascender en el escalafón. Y, aunque, por lo general, no se hablaba de religión, ni de trabajo, ni de temas conflictivos, se podía distinguir perfectamente cómo siempre había alguien que intentaba aprovecharse de la oportunidad para llevarse el agua a su molino. Claro que, cuando no asistía ninguno de los altos jefes, había quienes sacaban los trapos sucios, liberándose de las putadas sufridas durante el año. Y, a medida que se vaciaban las botellas, unas palabras soltadas al azar podían zaherir y reventar a alguien, convirtiéndose, de pronto, en hirientes y lacerantes.
En cuanto a los presentes navideños podían ser aún más explosivos. Bastaba con fijarse un poco en qué consistían y en cómo se mandaban a los directivos de otras empresas para saber de qué pie cojeaban. Entre ellos había otras cenas y regalos sorprendentes. Las cestas mejor surtidas de turrón y de licores eran un buen detalle pero, en algunos casos, no bastaban. Entonces aparecían los regalos de categoría enviados por mensajero o por correo certificado. Era todo un estándar que mostraba cómo se compraban y vendías voluntades. De esta manera, las dádivas y gratificaciones mejores dotadas y calificadas iban destinadas al sector bancario y a otros especiales, y en ellas se podían gastar entre 1000 y 2000 euros, aunque en algunos casos más importantes, la cifra podía ascender a 20.000 que, curiosamente, nunca eran vistos como un soborno sino como un simple detalle u obligación empresarial.
Hoy, un 46 por ciento de los trabajadores prefieren recibir dinero de la empresa o una tarjeta regalo antes que el tradicional lote de producto. Con todo, un 37 por ciento sigue fiel a la cesta y un 16% se muestra indiferente. Los más proclives a asistir a la cena de Navidad corporativa son los empleados de entre 18 y 25 años, mientras que los de más edad son los que más recurren a excusas para no acudir, con porcentajes que van aumentando con los años.
Partícipe que fuera en otros tiempos de estas cestas, lotes, regalos y cenas de Navidad, hoy, desde esta bitácora, sigo contando crudamente lo que le sucede a un periodista sin trabajo, sin jefes, sin órdenes, sin cestas ni regalos de Navidad. ¿Será éste el precio de la libertad? Si es así, bienvenida sea.
Recuerdo cómo, por esas fechas, la empresa en donde trabajaba siempre nos ofrecía una comida o una cena en la que, a veces, asistía algún alto miembro del consejo editorial o de la directiva. Los empleados debíamos agradecer el gesto y algunos hasta celebraban las gracias de algún ejecutivo, riéndose de algún chiste contado sin gracia alguna. Era una manera de subir puntos y ascender en el escalafón. Y, aunque, por lo general, no se hablaba de religión, ni de trabajo, ni de temas conflictivos, se podía distinguir perfectamente cómo siempre había alguien que intentaba aprovecharse de la oportunidad para llevarse el agua a su molino. Claro que, cuando no asistía ninguno de los altos jefes, había quienes sacaban los trapos sucios, liberándose de las putadas sufridas durante el año. Y, a medida que se vaciaban las botellas, unas palabras soltadas al azar podían zaherir y reventar a alguien, convirtiéndose, de pronto, en hirientes y lacerantes.
En cuanto a los presentes navideños podían ser aún más explosivos. Bastaba con fijarse un poco en qué consistían y en cómo se mandaban a los directivos de otras empresas para saber de qué pie cojeaban. Entre ellos había otras cenas y regalos sorprendentes. Las cestas mejor surtidas de turrón y de licores eran un buen detalle pero, en algunos casos, no bastaban. Entonces aparecían los regalos de categoría enviados por mensajero o por correo certificado. Era todo un estándar que mostraba cómo se compraban y vendías voluntades. De esta manera, las dádivas y gratificaciones mejores dotadas y calificadas iban destinadas al sector bancario y a otros especiales, y en ellas se podían gastar entre 1000 y 2000 euros, aunque en algunos casos más importantes, la cifra podía ascender a 20.000 que, curiosamente, nunca eran vistos como un soborno sino como un simple detalle u obligación empresarial.
Hoy, un 46 por ciento de los trabajadores prefieren recibir dinero de la empresa o una tarjeta regalo antes que el tradicional lote de producto. Con todo, un 37 por ciento sigue fiel a la cesta y un 16% se muestra indiferente. Los más proclives a asistir a la cena de Navidad corporativa son los empleados de entre 18 y 25 años, mientras que los de más edad son los que más recurren a excusas para no acudir, con porcentajes que van aumentando con los años.
Partícipe que fuera en otros tiempos de estas cestas, lotes, regalos y cenas de Navidad, hoy, desde esta bitácora, sigo contando crudamente lo que le sucede a un periodista sin trabajo, sin jefes, sin órdenes, sin cestas ni regalos de Navidad. ¿Será éste el precio de la libertad? Si es así, bienvenida sea.
1 comentario:
pues... a mi me pasa algo parecido. Desde hace algún tiempo, soy autónomo, y mis clientes parecen otorgar mayor importancia y consideración a sus clientes que a mi. De manera que las cestas y demás regalos y prebendas, siempre van a parar a los que se encuentran tras los cristales ahumados de los edificios "tipo Windsor". En una ocasión, yo mismo compré mi propia cesta de navidad e hice creer a los mios que me la había dado un cliente. Los chicos la recibieron con gran alborozo. Ella sospechaba algo. Me sentí libre, pero también algo solo.
chiflos.
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