viernes, 15 de febrero de 2008

15 de febrero. Bush y su perro, Barney.


George W. Bush tiene un perro, Barney, que es, al contrario de su amo, intuitivo y entretenido. La fotografía de Bush con Barney a cuestas se divulgaba al mismo tiempo que la noticia de que las tropas estadounidenses habían abierto fuego contra civiles en un control de carretera de los suburbios de Jalalabad (Afganistán). En el lamentable error, los yanquies habían matando a dieciséis personas y herido a una veintena. Las versiones eran contradictorias, si se leía el comunicado de los militares estadounidenses o la versión de los que se salvaron en dicho tiroteo. Ese mismo día, me preguntaba si el presidente americano, que permanecía tan obstinado e indiferente ante el destino esos seres humanos, podía amar a un animal.

Por lo visto a Bush le gustaba tanto su Barney que le hubiera nombrado jefe de prensa, mientras él no paraba de cazar, pescar y mandar marines a Afganistán, en donde sus tropas combatían a talibanes y a civiles indefensos. Los soldados de su ejército apretaban el gatillo y disparaban ante cualquier sospecha, incluso las más infundadas, como ocurrió el 8 de abril del 2003, en Bagdad con el “accidente” de José Couso. El periodista fue tiroteado por las tropas yanquies, cuando grababa imágenes de la invasión desde el hotel Palestina. El Gobierno americano y el español consideraron que el crimen fue un accidente fortuito, cuando “un accidente –según explica la Plataforma Cultura contra la Guerra– no tiene una fase previa de apuntar, cargar y disparar contra un objetivo concreto".

Pero el caso de este presidente, tan amante de Barney como enemigo acérrimo de quienes no comulgan con sus ideas, no es único. También los jerarcas del nacionalsocialismo fueron capaces de extasiarse con la música clásica y algunos incluso adoraban a los perros. Porque querer a un can, cuidar de él, usar una correa extensible para que, al pasear, corretee, cepillarle las greñas y hacer cosas por el estilo son indicios de una sensibilidad que, al parecer no está a la greña con la mala calaña de su amo.

Muy pronto, llegó el momento del triunfo americano en Afganistán. La música dejó de estar prohibida y volvió a sonar en la radio. Las mujeres afganas arrinconaron el “burka” y recuperaron su rostro. Los hombres se afeitaron la barba y los niños regresaron a la escuela e hicieron volar cometas, algo prohibido hasta aquel momento por los talibanes que pasaron a contraatacar en una lucha de guerrillas con continuos atentados humanos.

Pero, poco a poco, los americanos fueron descubriendo que la guerra, lejos de terminar, continuaba. Volvieron los señores de la guerra –los mismos que ahora siguen explotando el negocio de las drogas–, mientras en Norteamérica se recortaban las libertadas conquistadas hasta el momento. El ataque al Pentágono movió al Gobierno a detener indiscriminadamente a árabes y musulmanes, a establecer tribunales militares secretos para juzgar los delitos de terrorismo y a aprobar precipitadamente una legislación de emergencia que recortó los derechos de los extranjeros. Más de cinco mil árabes y musulmanes fueron entrevistados y vigilados y no pocos de ellos sufrieron represión. Bush presentó una orden por la que permitía el juicio a extranjeros por parte de comisiones militares especiales y cualquier acusado de terrorismo podía ser sentenciado a muerte sin previo juicio público y sin derecho a apelar.

Luego, la Casa Blanca pensó en perseguir el terrorismo en otros lugares. Continuaron en Irak, sembrando el caos y descabalgando definitivamente a Sadam Husein. Los cerebros del Pentágono acariciaron la idea de continuar su “libertad duradera” contra el terrorismo en otros países: Somalia, Filipinas, Indonesia, Yemen... Mimaron “el complejo industrial militar”, que siguió creciendo, gracias a su obsesión por la seguridad. Y confiaron en el poder de sus ejércitos y en la maquinaria bélica, pero se olvidaron de que la mejor defensa del terrorismo no era la guerra sino la justicia.

Y cuando más satisfechos se encontraban de su estrategia, de pronto, comenzó la debacle. Hoy, la guerra sigue con otro nombre, pero los EEUU ya han perdido 7000 soldados en Afganistán. Los terroristas obligaron a cerrar la embajada de Noruega. Los servicios secretos detectaron un centenar de suicidas durmientes. En Kabul, la ONU prohibió las salidas a funcionarios que frecuentaban los pocos restaurantes internacionales que amenazan con cerrar sus puertas. El miedo y el terror domina por doquier. “Aunque no estemos perdiendo –declara el senador americano republicano, Lindsey Graham– no es seguro que estemos ganando”. La ONU esta a punto de retirarse, con lo que el Gobierno, lleno de corruptos, tendría los días contados. De ahí que Rober Gates, el secretario de Defensa americano, haya pedido a la OTAN que intensifique sus fuerzas. Pero las aliados, entre los que se cuenta a España, se resisten a acrecentar el número de sus soldados.

Mientras tanto, Barney, el Scottish Terrier preferido de Bush, va camino de convertirse en una de las mascotas presidenciales más populares. El famoso perro es actor protagonista de cuatro cortometrajes y puede que se presente a los Oscar, ahora que la huelga de guionistas ha terminado. Por el momento, la Casa Blanca dispone de una web en la que se puede encontrar un completo álbum de fotos del can y su propietario, así como una sección en la que Barney atiende las consultas de los admiradores. Y quien sabe si no termina siendo nombrado por Bush como nuevo secretario de Defensa.

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