"Manifiéstate, Alberto".
La política española vive
atrapada en una paradoja que ya ni sorprende: quienes más invocan la
Constitución de 1978 son quienes menos la respetan. Lo hacen a demanda, como
quien recita un salmo que no entiende, pero le sirve para marcar territorio.
Entre esos devotos de manual destaca Alberto Núñez Feijóo, que ha convertido la
Carta Magna en un fetiche portátil para justificar cualquier deriva, desde
desafíos parlamentarios hasta procesiones dominicales por el templo de Debod.
Feijóo se manifiesta
porque no gobierna, no suma y sospecha que, si deja de manifestarse, la nada lo
engulle. Su proyecto político se ha convertido en una procesión sin incienso y
sin mayor propósito que ocupar el tiempo entre elecciones. Una especie de
cardio democrático, para no perder forma física mientras espera el milagro del
escaño ajeno.
El problema no es que el
líder del PP proteste. El problema es la narrativa que despliega al hacerlo. Pretende
reducir el ecosistema institucional a un gesto pueril: si no me gusta el
resultado, repetimos elecciones hasta que toque la combinación correcta. Esa
liturgia de casino político tiene poco que ver con el diseño constitucional que
dice venerar. Bastaría que lo leyera un par de tardes. Quizá tres, si quiere
entender por qué la Constitución blindó al Gobierno frente a las mayorías
negativas. Para evitar lo que él propone todos los lunes: filibusterismo moral,
inestabilidad calculada y un chantaje electoral constante. (...).
El PP ya ni intenta construir
mayorías. Exige que aparezcan. Lo suyo no es política sino una superstición
democrática. El constitucionalismo del templo de Debod no se sostiene. No basta
con posar al amanecer rodeado de banderas sin logos mientras tus portavoces
repiten que las instituciones están secuestradas por quien ganó las elecciones.
El victimismo de Feijóo no nace del Estado, nace de su incapacidad para
gobernarlo.
La alternativa que ofrece
Feijóo es simple y obscena: o gobierna él o se declara corrupto todo el país. No
es oposición. Es chantaje emocional. Pero el chantaje no suma votos. No
construye país. No genera mayorías. La única consecuencia es otra: pervertir la
conversación pública hasta que la ciudadanía crea que votar no sirve de nada si
no coincide con los deseos del aspirante perpetuo. Si cada líder que fracasa en
sumar fuerzas impone una repetición electoral, entonces la democracia se reduce
a un sorteo condicionado por los berrinches de sus élites. Feijóo propone
exactamente eso: un sistema donde se vota hasta que él gane y, si no, todo es
ilegítimo.
Feijóo no está
destruyendo al Gobierno. Está erosionando la idea misma de responsabilidad
política. Y cuando un sistema político deja de responsabilizar a sus líderes,
incapaces de sumar mayorías, el sistema no colapsa. Se pudre.
Manifiéstate, Alberto. Cuantas
veces quieras. Pero no confundas ruido
con legitimidad. Porque el país te oye, pero ya no te escucha. (Spanish
Revolution)

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