El relojero que arreglaba vidas.
Cada mañana, a las 7:30,
el viejo Martín abría su pequeña relojería en el centro de su ciudad. A los 78
años, sus manos seguían siendo las más precisas del barrio. La gente decía que
arreglaba relojes como quien cura heridas: con paciencia infinita.
Una tarde lluviosa, entró
Daniel, un ejecutivo de 32 años con el rostro tenso por el estrés. Dejó caer su
reloj de lujo sobre el mostrador y dijo:
-Necesito que lo arregle
urgentemente. Ha perdido dos minutos en una semana y tengo reuniones
importantes. ¿Puede tenerlo listo para mañana?
Martín observó primero al
joven, luego al reloj.
-Los relojes son como las
personas, respondió con calma. Cuando se apresuran demasiado, algo en su
interior comienza a fallar.
Daniel miró su teléfono
con impaciencia y replicó:
-Solo necesito que
funcione perfectamente.
-Tomará tres días,
sentenció el anciano.
-¡Imposible! Pagaré el
doble si lo tiene mañana.
Martín negó con la cabeza
y guardó el reloj en un cajón.
-Vuelve en tres días. Y mientras
tanto, lleva este.
Le entregó un antiguo
reloj de bolsillo de bronce.
Daniel lo miró con
desdén, pero lo aceptó por necesidad.
Durante los siguientes
días, Daniel notó algo extraño. Aquel viejo reloj funcionaba diferente: algunas
horas parecían durar eternidades, otras pasaban en un suspiro. En reuniones
tediosas, las manecillas apenas se movían. Pero cuando almorzaba con su hija
pequeña, el tiempo volaba.
Al tercer día, regresó
intrigado y desconcertado.
-Su reloj está
defectuoso. El tiempo corre irregular.
Martín sonrió y le dijo:
-No está defectuoso. Está
sincronizado con tu alma, no con los satélites. Marca el tiempo según lo vives,
no según lo mides.
En ese instante le
devolvió su reloj de lujo, perfectamente ajustado y le dijo:
-Este volverá a perder
precisión si tú sigues perdiendo vida.
Daniel miró ambos
relojes, confundido...
-Las personas modernas
consultan la hora cien veces al día, pero nunca tienen tiempo, continuó Martín.
Llevan relojes perfectos en muñecas vacías.
-¿Qué sugiere entonces?
preguntó Daniel, genuinamente interesado.
-Que entiendas que hay
dos tipos de tiempo: el que pasa y el que vives. Mi padre me enseñó que un
reloj puede medir segundos, pero solo el corazón mide momentos.
Mientras Daniel observaba
el antiguo reloj de bolsillo con nuevos ojos, preguntó:
-¿Cuánto le debo por la
reparación?
-Por el reloj, cincuenta
euros. Por la lección sobre el tiempo... esa la pagas viviendo diferente.
Semanas después, Daniel
regresó y dejó sobre el mostrador el reloj de bolsillo...
-¿Se ha estropeado?,
preguntó Martín.
-No, dijo Daniel
sonriendo. Quiero comprarlo. He renunciado a mi trabajo en la capital. Abriré
mi propio negocio aquí, con horarios que me permitan recoger a mi hija del
colegio.
El anciano le respondió:
-Los relojes más valiosos
no se venden, se heredan. Consérvalo. Algún día entenderás que la puntualidad
más importante es la de estar presente cuando la vida te necesita.
Martín murió ese
invierno. En su testamento dejó su relojería a Daniel, con una nota:
-Para quien aprendió que
arreglar relojes no es tan importante como arreglar vidas.
Hoy, cuando entras en esa
tienda, verás un cartel que dice:
-No vendemos tiempo. Solo
recordamos cómo vivirlo.
Hay veces que necesitamos
que se detengan nuestros relojes para que vuelva a latir nuestro corazón.
(Autor: Desconocido)
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