Zelaya resiste, acosado, en la embajada brasileña.


La vida en la embajada, en donde se raciona la comida y el agua para que alcance a todos, no es fácil. Tras un forzado exilio de tres meses, Zelaya volvió a Honduras y hoy convive con su mujer, Xiomara Castro, y con otras sesenta personas en la legación diplomática, donde los rumores de un asalto violento se suceden. Durante la noche, se organizan turnos para mantenerse en alerta. “Aquí la situación es cada vez más difícil –explica a cuanto periodista le llama por teléfono– “En algunos momentos nos han cortado la luz, el agua y el teléfono. Y, gracias a la comunidad internacional, se ha disipado un plan para matarme Pero hoy todavía corremos el riesgo de que la embajada sea asaltada y de que anuncien que me he suicidado”.
Los militares continúan amenazando la embajada. Soldados, policías y cuerpo de élite, algunos encapuchados y con rifles de precisión, siguen esperando órdenes del asalto definitivo. La joven Wendy Elisabeth, murió alcanzada por los gases lanzados por la policía a las puertas de la embajada y hay numerosos heridos. “El país está en estado de sitio total –explica Zelaya–, con los aeropuertos, las carreteras, las empresas y las fábricas cerradas y con la gente que no puede circular por las calles. Los policías están reprimiendo y no dejan que nadie llegue a la embajada. Pero, mientras el presidente esté encerrado, el país no volverá a la calma”. La gran apuesta de Zelaya sigue siendo la calle y la comunidad internacional. Él mismo agradece especialmente el apoyo del Brasil (Lula), de España (Zapatero), de los EEUU (Hugo Llorens, embajador en Honduras), de México (Calderón), Venezuela (Hugo Sánchez), Ecuador (Correa), de los 12 países de la Unasur y de los 15 del Alba, mientras que los golpistas no permiten la vuelta de embajadores no afines a su causa.
“Durante Honduras –escribe Ángel Palacio en “La Ciudad de las Diosas”– impera el terror. La dictadura ha convertido el país en una inmensa cárcel. Las noches son aprovechadas por jaurías de policías y militares que allanan, torturan y saquean. Lo que recorre las calles es el terror con botas, cascos y uniformes. Policías encapuchados disparan contra los barrios y casas. Y regresan a las comisarías con ciudadanos golpeados, humillados, sangrantes...”
Mientras tanto, Mel Zelaya aguarda en la embajada brasileña, sufriendo toda clase de atropellos por parte de la Policía y el Ejército que le acosan día y noche. Militares y policías mantienen un férreo asedio, impidiendo el ingreso de comida, medicamentos y otros bienes. Y Zelaya, bajo los efectos de gases lacrimógenos disparados y ensordecido por ruidos atronadores de supuestas armas sónicas, intenta (en la foto) descansar cuando puede. Habla con los suyos. Hace llamamientos a sus simpatizantes para que mantengan “la batalla hasta que juntos, pueblo y presidente, logren las reformas constitucionales y la caída de los usurpadores”. Resiste. Contesta a las llamadas telefónicas. Y hasta recibe la hostia en una misa celebrada por el padre Tamayo, un cura partidario que acusó a la jerarquía eclesiástica hondureña de haberse puesto definitivamente al lado de los ricos y de no escuchar al pueblo. Curiosamente, la misa fue retransmitida por todo el país.
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