jueves, 3 de junio de 2021

El lápiz de Harca no se jubila.

 

Foto: Kike Taberner.

“Juli Sanchis (Picassent, 1942) es un hombre muy serio, pero también con mucho humor. Un hombre que viste una camisa de cuadros con un boli asomando por el bolsillo, pero que es capaz de despedazar a Abascal y Díaz Ayuso con unos cuantos trazos sobre papel Caballo. Juli Sanchis -Harca, su nombre artístico cuando dibuja- lleva medio siglo en el oficio de dibujante, coronado con un libro y una exposición itinerante de su obra que ahora acaba de dejar Aldaia y se ha instalado en Alcoi”. Así comienza Fernando Miñana su biografía sobre este personaje que vive en Picassent, y, a sus 78 años, tras una caída se vio, de golpe, sentado en una silla de ruedas, sin poder doblar las dos piernas estiradas. Juli dialoga moviendo unas manos enormes con dedos como rosquilletas, aliviado después de haber pasado unas semanas muy incómodas por culpa de un accidente. “Es que la gente me llamaba y me decía que me veía muy bien, y yo les contestaba que de cintura para arriba era Harca y de cintura para abajo, Mazinger Z”.

Cuando tenía 13 años, un maestro llamado Ignacio Sáez le animó a apuntarse a hacer un curso de pintura en San Carlos, en València. Juli era hijo de labrador y el mayor de cuatro hermanos. Su padre le desanimaba diciendo que por ese camino iba a acabar muriéndose de hambre, que lo correcto era prepararse como contable y meter cabeza en un banco, el paradigma de la seguridad laboral para varias generaciones. Juli fue obediente y de adolescente estaba ya trabajando en el Banco Bilbao-Vizcaya repartiendo cartas. Pero, eso sí, en cuanto salía de la oficina se ponía a dibujar.

Miñana recuerda que, en Picassent, había un club cultural que fue crucial a la hora de azuzar las inquietudes culturales de Juli. Ahí editaron una revista mensual que llegó al número 70 y en la que Juli logró colar sus dibujos. “Al principio era mecanografiada con papel de calco y tenía que pasar por la censura en Gobierno Civil. Ahí empiezo a hacer dibujo clásico. Y luego, dibujo cómico, pero eso ya fue con 26 años. Yo tenía inquietudes culturales y, en el club, hacía de todo”. A los 31 se casó con Lola. El matrimonio dejó el pueblo y su incesante actividad cultural para meterse en un piso de 90 metros cuadrados en la ciudad. Trabajaba en unos grandes almacenes, y, cada mañana, salía de casa con un bocadillo para el almuerzo y otro para la comida. Pero el trabajo jamás sofocó su ansia por dibujar. En una olimpiada del humor seleccionaron un dibujo suyo y eso sirvió para que se sacudiera todos los complejos y las dudas que acarreaba desde que comenzó a hacer sus primeros bocetos que comenzó a publicar en el diario Pueblo y en Levante.

El lápiz se convierte la mayoría de las veces en una lanza con la que ensarta a los políticos de cada momento. “Al principio, no sabía si era humor, mala leche o sátira. Yo, en realidad, empecé para reivindicar la cultura valenciana. Pero cuando comienzas a ir a certámenes en el extranjero y tu trabajo pasa fronteras eso deja de entenderse, y es cuando me centro en el dibujo social o político”. Al final, se convirtió en Harca, un dibujante que quería pelear contra las injusticias y los políticos de dudosa moralidad. Hoy reconoce que es “bastante mordaz y que, en el humor, no debe tener límites y nada es intocable. Pero cada uno tiene que ver hasta dónde quiere llegar”.

A los 63 años se jubila, pero nunca dejó de dibujar y de empuñar su lanza de carboncillo. “Siempre que veía un artículo que me parecía interesante, lo arrancaba y lo archivaba. Así, cuando recibía un encargo, cogía y me documentaba con lo que tenía almacenado”. Juli no solo es dibujante, también es lector. Se decanta por el producto autóctono. Le gusta Ortifus, Enrique, el de Información y Quique. Dice que Madrigal es un crack y Gallego y Rey. “El Roto me gusta mucho, es un filósofo. Y Peridis me gustaba, pero últimamente menos”. Antes de acabar, abre una carpeta, saca un papel y lo desliza encima de la mesa. Es un retrato que le hizo Sciammarella, el formidable caricaturista de El País, con quien tiene amistad desde hace años. “Es una pasada. Mira el cabrón cómo me pone la cabeza”, exclama mientras se ríe a carcajadas de cómo Sciammarella se ha centrado en su ojo estrábico.

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