El lápiz de Harca no se jubila.
Foto: Kike Taberner.
“Juli Sanchis (Picassent,
1942) es un hombre muy serio, pero también con mucho humor. Un hombre que viste
una camisa de cuadros con un boli asomando por el bolsillo, pero que es capaz
de despedazar a Abascal y Díaz Ayuso con unos cuantos trazos sobre papel
Caballo. Juli Sanchis -Harca, su nombre artístico cuando dibuja- lleva medio
siglo en el oficio de dibujante, coronado con un libro y una exposición
itinerante de su obra que ahora acaba de dejar Aldaia y se ha instalado en
Alcoi”. Así comienza Fernando Miñana su biografía sobre este personaje que vive
en Picassent, y, a sus 78 años, tras una caída se vio, de golpe, sentado en una
silla de ruedas, sin poder doblar las dos piernas estiradas. Juli dialoga
moviendo unas manos enormes con dedos como rosquilletas, aliviado después de
haber pasado unas semanas muy incómodas por culpa de un accidente. “Es que la
gente me llamaba y me decía que me veía muy bien, y yo les contestaba que de
cintura para arriba era Harca y de cintura para abajo, Mazinger Z”.
Cuando tenía 13 años, un
maestro llamado Ignacio Sáez le animó a apuntarse a hacer un curso de pintura
en San Carlos, en València. Juli era hijo de labrador y el mayor de cuatro
hermanos. Su padre le desanimaba diciendo que por ese camino iba a acabar
muriéndose de hambre, que lo correcto era prepararse como contable y meter
cabeza en un banco, el paradigma de la seguridad laboral para varias
generaciones. Juli fue obediente y de adolescente estaba ya trabajando en el
Banco Bilbao-Vizcaya repartiendo cartas. Pero, eso sí, en cuanto salía de la oficina
se ponía a dibujar.
Miñana recuerda que, en
Picassent, había un club cultural que fue crucial a la hora de azuzar las
inquietudes culturales de Juli. Ahí editaron una revista mensual que llegó al
número 70 y en la que Juli logró colar sus dibujos. “Al principio era
mecanografiada con papel de calco y tenía que pasar por la censura en Gobierno
Civil. Ahí empiezo a hacer dibujo clásico. Y luego, dibujo cómico, pero eso ya
fue con 26 años. Yo tenía inquietudes culturales y, en el club, hacía de todo”.
A los 31 se casó con Lola. El matrimonio dejó el pueblo y su incesante
actividad cultural para meterse en un piso de 90 metros cuadrados en la ciudad.
Trabajaba en unos grandes almacenes, y, cada mañana, salía de casa con un
bocadillo para el almuerzo y otro para la comida. Pero el trabajo jamás sofocó
su ansia por dibujar. En una olimpiada del humor seleccionaron un dibujo suyo y
eso sirvió para que se sacudiera todos los complejos y las dudas que acarreaba
desde que comenzó a hacer sus primeros bocetos que comenzó a publicar en el
diario Pueblo y en Levante.
El lápiz se convierte la
mayoría de las veces en una lanza con la que ensarta a los políticos de cada
momento. “Al principio, no sabía si era humor, mala leche o sátira. Yo, en
realidad, empecé para reivindicar la cultura valenciana. Pero cuando comienzas
a ir a certámenes en el extranjero y tu trabajo pasa fronteras eso deja de
entenderse, y es cuando me centro en el dibujo social o político”. Al final, se
convirtió en Harca, un dibujante que quería pelear contra las injusticias y los
políticos de dudosa moralidad. Hoy reconoce que es “bastante mordaz y que, en
el humor, no debe tener límites y nada es intocable. Pero cada uno tiene que
ver hasta dónde quiere llegar”.
A los 63 años se jubila,
pero nunca dejó de dibujar y de empuñar su lanza de carboncillo. “Siempre que
veía un artículo que me parecía interesante, lo arrancaba y lo archivaba. Así,
cuando recibía un encargo, cogía y me documentaba con lo que tenía almacenado”.
Juli no solo es dibujante, también es lector. Se decanta por el producto
autóctono. Le gusta Ortifus, Enrique, el de Información y Quique. Dice que Madrigal
es un crack y Gallego y Rey. “El Roto me gusta mucho, es un filósofo. Y Peridis
me gustaba, pero últimamente menos”. Antes de acabar, abre una carpeta, saca un
papel y lo desliza encima de la mesa. Es un retrato que le hizo Sciammarella,
el formidable caricaturista de El País, con quien tiene amistad desde hace
años. “Es una pasada. Mira el cabrón cómo me pone la cabeza”, exclama mientras
se ríe a carcajadas de cómo Sciammarella se ha centrado en su ojo estrábico.
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