sábado, 17 de septiembre de 2022

Recordando mi pasado: mi afición por la música.

 


Mi afición por la música despertó mi curiosidad y actividades antes que la de periodista. Comenzó a fraguarse en mi infancia y parte de mi juventud, pero, en los años de actividad periodística, siguió latente, sin que el trabajo permitiera ocuparme de ella como deseaba y convirtiéndose siempre como un pasatiempo o una afición complementaria. Sólo en los años de paro surgió con fuerza y me permitió su pleno desarrolló. Por lo que se cumplió el refrán de que no hay mal que por bien no venga.

Cuando tenía ocho años, me obligaron a estudiar los cursos de solfeo del Conservatorio de la Música con Don José, el secretario del Ayuntamiento de San Juan, un pueblecito ibicenco en el que mi padre, guardia civil sin graduación alguna, estaba destinado. En sus ratos perdidos, don José me dio las primeras lecciones musicales. Ello me sirvió de base para interpretar fácilmente cualquier melodía con los instrumentos que posteriormente cayeron en mis manos: los de cuerda, como la bandurria, el laúd, la guitarra; o los de viento, como flauta... A los 20 años, llegué a comprarme un acordeón que luego tuve que vender para poder viajar hasta París, en donde pasé tres años, trabajando y estudiando. Tiempo en que me olvidé de la música, enfrentándome con las dificultades propias de un emigrante.

En 1987, cuando tenía 44 años, dos después de mi llegada a Madrid, en donde compartí la redacción de la revista Interviú, me compré mi primera trompeta. Fue cuando me reconcilié con mis años infantiles de la música y comencé a estudiar, por mi cuenta y riesgo, este instrumento que me fascinaba, adquiriendo todos los defectos posibles. Un año más tarde, comprendí que todo mi esfuerzo había sido inútil. Incluso añadiría que pernicioso, debido a que, si quería aprender de verdad, debía olvidarme de todo lo que había aprendido mal hasta entonces y recomenzar de cero.

Fue cuando me matriculé en el Conservatorio de la Música de Arturo Soria con la intención de pasar el examen de ingreso y fui a clases con la esperanza de llegar a entenderme un día con ese instrumento. Sabía que podía pasar tiempo antes de intentar compenetrarme con él. Y sufrí un lento y constante aprendizaje, con alternativos avances y retrocesos. Comenzaba a defenderme con este instrumento, pero mi sorpresa fue mayúscula al presentarme al examen y comprobar cómo me suspendían. Hablé con Antonio Ávila, un afamado trompetista que me dio la primera clase que terminó por hundirme la moral. Todo lo que había estudiado solo, lo había aprendido mal: la posición de la boquilla, la manera de respirar, la ausencia de matizaciones… La verdad es que aquella primera clase no podía ser más catastrófica. Mi profesor me demostró que no era capaz de hacer ni una sola nota limpia. No sabía apianar paulatinamente y, en los momentos más álgidos, me salían bufidos lamentables. Así que me olvidé de todo lo aprendido hasta el momento por mi cuenta y volví a comenzar de cero...

En los largos meses y años de aprendizaje, en los que combiné mi trabajo en prensa con los escasos tiempos libres dedicados a la trompeta, sufrí momentos de crisis en los que sentí ganas de arrojar el instrumento contra las baldosas, pisarlo, saltar sobre él, hacerlo añicos…Todo, menos acercármelo a los labios. Me repetía insistentemente que, antes de que la trompeta acabara conmigo, yo acabaría con ella. Y descubrí cómo, lamentablemente, había nacido cierta incompetencia entre ella y yo.

No me faltaron las ganas de olvidarme para siempre de ese dichoso y odioso instrumento. Comprendí que, a mi edad, no estaba ya para esos trotes, sobre todo, considerando que se trataba de uno de los instrumentos más difíciles de dominar correctamente. Pero mi tozudez impidió que lo dejara e insistí. Pensé que todo había sido consecuencia de un capricho tardío. Había aprovechado la ocasión de comprármela y, con la ingenua teoría de que, una vez dominadas las primeras notas, ya me faltaba poco para creerme potencialmente un virtuoso, seguí emperrado en tocarla a toda costa. Ahora, sin embargo, me llegaban las consecuencias de este matrimonio mal avenido, fruto de mi inmadura apetencia musical. Pero no perdí las esperanzas de poder un día entenderme con ella y de entregarme con la misma delicadeza y potencia con que uno se entrega a su amante.

A lo largo de 33 años no la dejé de tocar, sobre todo durante mis años de paro forzoso Y, de vez en cuando, este instrumento me deparaba agradables sorpresas que, a menudo, se convertía en pasatiempo costoso, entretenimiento duro y relajamiento tenso. Todo lo contrario de lo que, en realidad, debería ser, según mi profesor, José Miguel Sanbartolomé, sin la ayuda del cual no hubiera podido conseguir el Diploma de Instrumentista en el Conservatorio. Sólo, en ciertos días de lucidez mental y de preparación física, la trompeta me abría las puertas de su misterio y me perdía con ella por senderos inauditos. De ese enamoramiento tardío, sostenido por mi porfía en atrapar, clara y transparentemente, su sonido, a la vez, tierno y poderoso, ha surgido un amor platónico que ha llegado a pasión desmedida, a medida que el periodismo me abandonaba a veces en la estacada. Y se ha convertido en una adicción casi enfermiza cuyo eco oigo a menudo en la sombra de mis sueños.

En mis dos años y pico que coincidieron con los del Covid, me olvidé de ella, hasta que, hace dos meses, mi hijo Manu, que toca el contrabajo, me aconsejó que volviera a tocar. Y, lleno de sorpresa por mi decisión, la recogí, enmohecida y muerta de olvido, la abracé con ternura e intenté volver a hacerme con su embocadura, consiguiendo, de nuevo, sacarle sus sonidos, pese a mis 79 años. Empecé dedicándome a ella durante 15 minutos diarios que voy alargado cada semana hasta que llegue, sin prisas, pero sin pausas, a las dos horas diarias. Y, a lo largo de ese idilio sonoro con ella en el que me siento de nuevo feliz con su sonido, he logrado reconciliarme con mis instintos musicales, alejando cada vez más mis momentos de tedio, tristeza, miedo y melancolía, y recuperando los de armonía y los de mi paz interna. De ello me siento hoy orgulloso.

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