Entre trámites burocráticos
Hay errores en la vida y humillaciones que cuestan sudor y lágrimas. Y más aún cuando son aireados en la prensa, expuestos a toda clase de críticas y vapuleos de supuestos enemigos ideológicos. O cuando el silencio ante estas situaciones, que uno no puede explicar aunque son evidentes sólo por los más cercanos, te devora internamente.
De nuevo he perdido la mañana en puros trámites burocráticos. Me da la impresión de que la Administración, dueña y señora de la burocracia, sólo justifica sus actos con la imposición de normas a diestro y a siniestro, no pocas de ellas, absurdas. Y yo, un parado sin más derecho que cobrar una mísera cantidad por mes, tengo la obligación de presentarme cada tres meses en las oficinas del INEM para demostrar lo evidente: que sigo sin trabajo retributivo. Porque del otro, del voluntario y sin cobrar, tengo a punta pala. Ocupo la mayor parte de mi tiempo muerto escribiendo y corrigiendo lo que voy anotando durante este largo periodo, y dedico tres o cuatro horas a la trompeta, que tampoco me da ni un duro. De esta manera, paso las jornadas sin hacer nada “útil” o retributivo. Claro que la utilidad así concebida puede ser la más ostentosa y desastrosa actividad. Me basta con recordar los días “útiles” de trabajo que he pasado, haciendo cosas vacías de contenido y obedeciendo órdenes absurdas, lo que me impedía que pudiera pensar detenidamente por mi cuenta y riesgo.
Como no tengo medio de transporte para desplazarme al INEM correspondiente, he tomado el autobús que me ha llevado a Madrid, capital. Una vez allí, me he introducido en el “metro” para llegar a la estación del tren que, tras un largo recorrido, me ha conducido a las oficinas de colocación. Allí he presentado mi tarjeta de paro y, tras averiguar que era correcta, una funcionaria me han estampado un sello encima de la fecha de presentación y me la ha devuelto. Nada más.
Ni un saludo de presentación ni de despedida. Ni una simple palabra de aliento, ni una oferta cualquiera de trabajo... La cola de los nuevos parados era larga, pero todo seguía perfectamente burocratizado. Eran las dos de la tarde cuando he vuelto a casa, sin haber podido hacer nada más en toda la mañana. “Es igual –me contestan fríamente los burócratas de siempre– Para esto están los parados”.
No me extraña que, en esta sociedad tan competitiva, en la que sólo cuenta el que rinde y trabaja, según los cánones de la oferta y la demanda, el olvido, la alienación y la muerte estén tan arraigadas entre los que apenas pintamos nada. Porque quien no trabaja sólo tiene derecho a esperar que alguien le contrate, aunque no pocos aceptan hacerlo sin papeles, o a esperar el turno de sellar su hoja de desempleo, cada tres meses, y, en el mejor de los casos, a un subsidio de risa o cobrado siempre a destiempo. Y, en el peor, a enfrentarte a la miseria y a la muerte. Así y todo, me considero agraciado por poder cobrar este mísero subsidio de desempleo que me permite malvivir a duras penas. Otros hay que, sin poder demostrar su condición de parados, son incapaces de subsistir y de mantenerse a flote.
De nuevo he perdido la mañana en puros trámites burocráticos. Me da la impresión de que la Administración, dueña y señora de la burocracia, sólo justifica sus actos con la imposición de normas a diestro y a siniestro, no pocas de ellas, absurdas. Y yo, un parado sin más derecho que cobrar una mísera cantidad por mes, tengo la obligación de presentarme cada tres meses en las oficinas del INEM para demostrar lo evidente: que sigo sin trabajo retributivo. Porque del otro, del voluntario y sin cobrar, tengo a punta pala. Ocupo la mayor parte de mi tiempo muerto escribiendo y corrigiendo lo que voy anotando durante este largo periodo, y dedico tres o cuatro horas a la trompeta, que tampoco me da ni un duro. De esta manera, paso las jornadas sin hacer nada “útil” o retributivo. Claro que la utilidad así concebida puede ser la más ostentosa y desastrosa actividad. Me basta con recordar los días “útiles” de trabajo que he pasado, haciendo cosas vacías de contenido y obedeciendo órdenes absurdas, lo que me impedía que pudiera pensar detenidamente por mi cuenta y riesgo.
Como no tengo medio de transporte para desplazarme al INEM correspondiente, he tomado el autobús que me ha llevado a Madrid, capital. Una vez allí, me he introducido en el “metro” para llegar a la estación del tren que, tras un largo recorrido, me ha conducido a las oficinas de colocación. Allí he presentado mi tarjeta de paro y, tras averiguar que era correcta, una funcionaria me han estampado un sello encima de la fecha de presentación y me la ha devuelto. Nada más.
Ni un saludo de presentación ni de despedida. Ni una simple palabra de aliento, ni una oferta cualquiera de trabajo... La cola de los nuevos parados era larga, pero todo seguía perfectamente burocratizado. Eran las dos de la tarde cuando he vuelto a casa, sin haber podido hacer nada más en toda la mañana. “Es igual –me contestan fríamente los burócratas de siempre– Para esto están los parados”.
No me extraña que, en esta sociedad tan competitiva, en la que sólo cuenta el que rinde y trabaja, según los cánones de la oferta y la demanda, el olvido, la alienación y la muerte estén tan arraigadas entre los que apenas pintamos nada. Porque quien no trabaja sólo tiene derecho a esperar que alguien le contrate, aunque no pocos aceptan hacerlo sin papeles, o a esperar el turno de sellar su hoja de desempleo, cada tres meses, y, en el mejor de los casos, a un subsidio de risa o cobrado siempre a destiempo. Y, en el peor, a enfrentarte a la miseria y a la muerte. Así y todo, me considero agraciado por poder cobrar este mísero subsidio de desempleo que me permite malvivir a duras penas. Otros hay que, sin poder demostrar su condición de parados, son incapaces de subsistir y de mantenerse a flote.
No hay comentarios:
Publicar un comentario