Memorias del juez José Castro.
Saltó a la fama por ser
el juez que instruyó la causa contra Jaume Matas, ex presidente de las islas
Baleares, y por la instrucción del caso Nóos, en la que, entre otros, se
condenó a Urdangarin, esposo de la infanta Cristina. En 2013
se convirtió en el primer juez en la historia de España que imputaba a un
miembro de la casa real, la infanta Cristina de Borbón y Grecia. Una vez
jubilado, el juez Castro rinde cuentas en estas memorias a su recorrido
profesional, sin olvidarse de su experiencia humana, contada con humor crítico
y publicadas por “Edicions Documenta Balear”. Lo que demuestra que, en la ciega
justicia, también los jueces, además de investigar y de juzgar, tienen también corazón
y sentimientos y leen los periódicos.
“En sus casi
cuatrocientas páginas –prologa el magistrado Julio
López-Bermejo Muñoz– encontré esencialmente la historia de un hombre que se ha
ido forjando como persona a través de múltiples experiencias complicadas de
carácter familiar, laboral y humano. Un humor crítico, ácido a veces, que se
esparce y penetra toda su vida. La historia se va desgranando así, a través de
un relato plagado de anécdotas que va creando un interés absorbente en el
lector, mediante un estilo de frases breves, concisas, ajeno a la retórica y
próximo, en cierto modo, al estilo de la novela negra americana. El relato
tiene una fuerte tendencia a enfrentarse a la autoridad. Al menos cuando esta
última utiliza su poder con autoridad. Pepe nunca soportó las injusticias”.
Su primer destino fue en
Marchena, en donde pasó un montón de años, tuvo a sus tres hijos, aprendió un
poco de lo mucho que le faltaba por aprender, cosechó inolvidables amigos… “En
este pueblo –cuenta en su libro– se operó el milagro que me ha permitido seguir
vivo hasta hoy y lo que quede. Un quince de diciembre de 1976 tuvo lugar el
referéndum sobre el Proyecto de ley para la Reforma Política y, después de una
serie interminable de intentos fallidos, me dije que ese día podía ser uno
bueno para abandonar el vicio del tabaco, que había sido mi enemigo inseparable
desde los quince años. En realidad, no era un buen día, sino el peor de todos
para desengancharme de algo, pero alguna intervención debió de tener Adolfo
Suárez y Marchena, aunque en estos propósitos ‘nunca cabe cantar victoria
definitiva. Es más, casi cabría decir ‘hasta cantar derrota”, si se dieran determinadas
condiciones. Siempre he dicho que, si se me anunciara un final más próximo de
lo que cabría esperar por razón de mi edad, lo primero que haría sería
comprarme un cartón de tabaco para que hasta el último momento me acompañara mi
más fiel enemigo, que a muchos amigos ha habido que no me han guardado tanta
fidelidad”.
José Castro confiesa que
nunca puso en su promoción el más mínimo interés. “Lo que me iba era el frente,
el contacto directo y próximo con el judiciable, y no me arrepiento. No
precisaba del advenimiento de grandes causas penables. No sentí la necesidad,
ni tan siquiera el menor deseo, de ser juez estrella. Sé que esta afirmación
sería difícil de creer para muchos. Es más, si la hiciera otro, yo tampoco la
creería, pero lo digo yo, que en algo creo conocerme, y basta”.
El 20 de diciembre del
2015, al cumplir los setenta años, Castro sabía que le iban a echar a la “puta
calle” sin la menor consideración. “La jubilación forzosa no es más que una
declaración encubierta de incapacidad que, extrañamente, no guarda ninguna
relación con tus capacidades residuales y muchas con un solo dato tan objetivo
y frío como es la fecha de nacimiento… Sabía que había alcanzado la plena
incapacidad y que era algo similar a la inmortalidad, pero en malo, porque ya
no podías ir a peor. Nunca creí en los milagros y milagro sería que pudiera
subsistir con los poco más de dos mil euros de pensión que me quedarían sin
tenía que agraciar mil mensuales al banco”. Tenía casi todo preparado, como si
fuera a ir de excursión, cuando se le ocurrió algo que nunca antes se había
dado en un juez de instrucción porque tampoco a nadie se le había antojado
pedirlo: postularse para magistrado emérito. Algo así como el rey emérito, con
más contenido y menos ingresos. Pero el Consejo General del Poder Judicial no
tenía por qué ser más papista que el papa, y acabó rechazando su propuesta. Y,
a última hora, la reforma de la Ley Orgánica modificó determinados preceptos,
permitiendo que los jueces y magistrados pudieran solicitar la permanencia en
el servicio activo hasta cumplir los setenta y dos años.
Hoy, a sus setenta y ocho
años, José Castro, tras haber puesto sobre papel sus experiencias para cuando
le falle la memoria o carezca totalmente de ella, confiesa que nunca se aburrió
en absoluto.
1 comentario:
Una foto perfecta para los que leemos más bien poco 🥰
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