sábado, 26 de julio de 2008

26 de junio. El bautismo de sangre (y II)

Mallorca, desde el aire. A la derecha, Menorca; a la izquierda, ibiza y Formentera.

Mi juventud se desarrolló en plena época del franquismo y mi primera rebelión se fraguó contra una enseñanza conciliar tridentina en la que me hallaba inmerso desde que creí haber sentido la llamada divina que me permitía comer caliente, cubrir mi ropa con un guardapolvos de rayas azules y recibir una enseñanza de acuerdo con las normas de la una iglesia franquista hasta la médula. Tuve el coraje de rebelarme contra quienes pretendían reformarme. Rompí el cerco caciquil establecido. Santiago y cierra España se transformó en Santiago y abre España, convirtiéndome, en Francia, a donde me desplacé, en un estudiante más que sufrió los sinsabores de la emigración. Me alimenté de Marcuse y de la rebelión de Mayo 68. Allí me casé y, cuando volví a España, me obligaron a incorporarme a filas en un cuartel de artillería, donde soporté estoicamente al Ejército franquista.


Tuve mi primer hijo mientras vestía de soldado raso, y le vi crecer mientras recibía órdenes absurdas y normas antidemocráticas. Acepté mi primer trabajo estable, como profesor de francés, con las contradicciones propias de una enseñanza encajonada en colegios religiosos de pago. Mi primer empleo en periodismo, entre los últimos coletazos del franquismo, fue una huida de ese mundo en el que ya no soportaba ni las imposiciones de arriba, del círculo de autoridades infalibles y dogmáticas, ni a unos alumnos hijos de papá, que se pavoneaban de pasar de todo. Y mi consagración definitiva al mundo de la prensa coincidió con los albores de una democracia, anunciada entre los estertores del franquismo

Fue entonces cuando recibí mi tercer bautismo, el de sangre, el laboral, en medio del fétido olor de textos concebidos, si no en defensa de los propietarios de los medios en donde trabajé, si, al menos, en contra de los que podían atacarles o desprestigiarles. Debo reconocer que los salarios que me proporcionaron no se parecieron a ninguno de los que hasta entonces había recibido, pero estaban supeditados al bienestar y reputación del propietario del medio que me contrató, aunque no pocas veces contrastaran con lo que intentaba descubrir. Entonces comprendí que la verdad, desnuda y sin tapujos, era una utopía.

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