El principe Felipe.
El 30 de enero de 1968 nacía en Madrid el príncipe heredero, Felipe de Bobón. Tenía yo entonces 25 años y trabajaba y estudiaba en París, ciudad llena de emigrantes no pocos de los cuales procedían de la España anquilosada de Franco. Recuerdo la curiosidad y extrañeza que me produjo el oir pronunciar su nombre en la radio o leerlo en “Le Monde”. Un nombre largo e interminable que sonaba con más extraña resonancia que un claxon en pleno desierto y más eco y duración que un día sin pan: “Felipe, Juan, Pablo y Alfonso de todos los Santos, más los nombres del primer Borbón, rey de España, el de sus abuelos paterno y materno, el del Conde de Barcelona y el del rey Pablo de los helenos, así como el de su tatarabuelo, el rey Alfonso XIII”. Casi nada. Tres meses más tarde se iniciaba el Mayo del 68, año que pasó a la historia por las reivindicaciones estudiantiles y obreras.
Todos los veranos, el príncipe Felipe y sus hermanas, las infantas Elena y Cristina, acudían con sus padres a Mallorca, en donde pasaban unas vacaciones a lo grande, como pretendían pasarlas la mayoría de españoles, pero sin posibilidades para hacerlo como ellos. Claro que la holganza del príncipe y las infantas tenía también su parte molesta de la que a veces pretendían prescindir. Y era el control periodístico al que cualquier miembro de la llamada Casa Real estaba sometido, lo que, en algunas ocasiones, provoca enfrentamientos y reyertas. Recuerdo, por ejemplo, cómo, a los seis años, el principito miraba con ojos de tirria a toda la prensa. Una prensa que tenía el mismo color y objetivos: fastidiar a los suyos. En una ocasión, unos fotógrafos que visitaban Marivent tuvieron la oportunidad de escuchar una regañina del Rey, su padre, a su querido hijo, que había hecho ciertos gestos despectivos a esos extraños seres cargados de cámaras fotográficas que no le dejaban tranquilo ni en la sombra. Pero nada de esto trascenció a las páginas de la prensa, sujeta a los deseos del monarca.
Con el tiempo, el príncipe se dio cuenta de que, si quería convertirse en Rey, no podía prescindir de aquella prensa que le acosaba. Y, en sus años adolescentes y juveniles, aprendió a convivir con ella y hasta a hacerle guiños de complicidad. Gracias a ella, nos enteramos de que, tras recibir el título de príncipe de Asturias, además de los de príncipe de Viana y de Gerona, por tres años fue entrenado militarmente en las academias y escuelas de los tres ejércitos. En 1987, nos enteramos de sus prácticas como guardiamarina en el buque Juan Sebastián El Cano y de su licencia en Derecho, en la Universidad Autónoma de Madrid, en donde también cursó estudios económicos, así como de su participación en un Máster en Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown. Gracias a la prensa, cada vez más deseosa de granjearse su amistad, nos enteramos de su afición por los deportes –esquí, motocross y vela–. En una ocasión, hasta pudimos observar por televisión cómo sus hermanas, las infantas, lloraban de emoción, al verle tomar parte en la ceremonia inaugural de los Juegos de Barcelona, en 1992, como portador del estandarte de la representación española. En otra, supimos que era miembro del equipo olímpico de vela y, a través de otras fotografías, que estuvieron vetadas durante años, nos enteramos de su afición por la caza y de otras actividades cuya publicación podían ser negativas para él. Lo más importante era mostrar sus aspectos positivos, como el que era presidente honorario de la sección española de la Asociación de Periodistas Europeos, de la Fundación de Universidades Autónomas y de la del Príncipe de Asturias, en la que cada año hacía entrega de los premios internacionales que llevaban su nombre.
Más tarde, el príncipe pudo constatar cómo sus hormonas excitaban su comportamiento sexual que en nada disentían de las del resto de jóvenes españoles. Él era un español como cualquiera, aunque en un marco más influyente y distinguido. Y mantuvo relaciones con jovencitas de alta y baja alcurnia. La prensa le persiguía en sus correrías nocturas y diurnas, pero los propietarios de los medios siguieron vetanto algunas imágenes y dieron a conocer otras, como sus relaciones con Isabel Sartorius, licenciada en Ciencias Políticas, políglota, católica e hija del Marqués de Mariño, o con Eva Sannun, conocida como Eva de Noruega, que había conocido en una discoteca palmesana, cuyo único “pecado” ante una parte de la opinión pública era ser hija de divorciados, además de modelo de ropa interior.
Según cuenta Jaime Peñafiel, cuando el Rey conoció, antes que la prensa, su relación de su hijo con esa noruega, exclamó, desalentado: “El Príncipe se ha cargado la monarquía”. Consciente del deterioro que había sufrido la imagen de la monarquía, el Rey dejaba claro que él seguiría reinando “mientras le quedaran fuerzas”, algo así como lo pronunciado por la Reina, Isabel de Inglaterra, después de que el príncipe Carlos le anunciara que iba a casarse con Camila Parker: “Carlos me ha condenado a ser reina hasta la muerte”. Experto en Casas Reales, Peñafiel dijo que ninguno de los diez monarcas que aún reinaban en Europa estaban en condiciones de abdicar para que sus hijos asumieran la Corona. “Igual que los políticos no dimiten –añadió–, los monarcas no abdican”. Pero la historia de amor del principe Felipe con Eva Sannum, auténtico “golpe de Estado del príncipe a su padre”, terminaba de una manera “civilizada” en el verano del 2001.
Don Juan Carlos no era un padre con fuerza moral para prohibir nada y tuvo que ser el entonces jefe de la Casa Real, Fernando Almansa, quien comunicara al príncipe que su progenitor, el Rey, no iba a autorizar ese matrimonio. “Felipe se sacrifica –anunciaron algunos medios – y renuncia a la mujer a la que amaba”. Pero explicaron que exige a su padre la cabeza de Almansa. Y el Rey no tuvo más remedio que cesarle, en diciembre del 2002, tras 9 años al frente de la Casa Real. De esta forma, la historia de amor era disuelta por una orden real. Desde entonces, el Príncipe, cuya ruptura con Eva le forjó su carácter, decidía hacer las cosas de otra manera y, 18 meses meses después, se enamoraba de Letizia Ortiz, una “periodista divorciada, hija de padres divorciados y nieta de un taxista”, igualmente de Asturias, con la que terminaba casándose, en el verano del 2004, acto que era concienzudamente transmitido en un reportaje televisivo de Pilar Miró.
El 28 de noviembre del 2005, Jaime Peñafiel pronosticaba en Palma de Mallorca que de las diez monarquías que aún quedaban en Europa, muy pocas de ellas se mantendrían, tras la muerte de sus actuales titulares. Estas declaraciones provocaron un estallido de cólera entre los monárquicos de siempre. Según la opinión de este periodista, que ni se consideraba monárquico ni juancalista, don Juan Carlos, con todos los defectos y miserias, era un “magnífico rey, con un puesto asegurado en la historia por haber traido la democracia a España”, pero Leonor, la hija del Príncipe y de Letizia Ortiz, nunca llegaría a reinar porque la “monarquía nunca sobrevivirá a Don Juan Carlos”.
“Dentro de veinte años –diría entonces Peñafiel–, quizá España ni siquiera exista ya como nación. Y será otra cosa. El príncipe Felipe tiene muy pocas probabilidades de llegar a reinar, y mucho menos su hija, la infanta Leonor”. Peñafiel no entendía que los Príncipes de Asturias acudieran a cenar a casa del cantante Joaquín Sabina, quien lo primero que había hecho era colocar la bandera republicana sobre la mesa. “Si la Monarquía se ha igualado tanto –señalaba Peñafiel, quien no dudaba en afirmar que la llegada de Letizia al seno de la Casa Real había ‘vulgarizado enormemente la monarquía’– para eso prefiero la república”. Por su parte, Joaquín Sabina decía que sentía simpatía por “la Leti” porque, gracias ella, podía llegar la III República. “Yo pienso – concluía Peñafiel en Diario Digital el 3 de agosto del 2006– que esta institución, la monárquica, se debería de modernizar. En ningún caso, vulgarizar”.
Peñafiel confesaba en “Letizia en Palazio”, libro sobre este personaje, que, si bien la Princesa de Asturias tiene otros adversarios, él es el más célebre. "No hay duda de que Letizia no sólo nos ha salido mandona sino, también, caprichuda y antojadiza. El problema de la esposa de don Felipe, reside en que, por no haber sido preparada adecuadamente para el cargo, no sepa controlar esos defectos y acaben dañando a la Corona”. Y añadía: "Letizia debería tener siempre presentes las palabras pronunciadas por la Reina a Pilar Urbano: ‘Soy consorte. Ése es mi estatus: consorte del Rey. No pretendo, ¡Dios me libre!, acaparar protagonismo. Yo, en mi sitio. Lo mío es servir’.