Mañana, 22 de noviembre, se celebra, como todos los años, la fiesta de Santa Cecila, patrona de los músicos, aunque algunas fuentes señalen que la elección bien pudiera haber sido un error, puesto que, en su biografía, escrita en latín, aparecía la frase “candéntibus órganis” en relación al suplicio que había recibido o iba a recibir. Alguien, sin saber cómo ni por qué, equivocó lo de “candéntibus” por “cantántibus órganis”, y así impusieron el patronazgo musical. En algunas páginas religiosas hasta se dice que a esta bella doncella le gustaba tocar el arpa y el piano y que entonaba salmos. Otros insisten en el error semántico de significado, porque la palabra “cantántibus”, origen de la tergiversación y de la imposición, forma un ablativo absoluto con órganis. ¿Cómo se puede decir “cantando los órganos” si en latín se distingue claramente “sonare” de “cantare”? Por ejemplo, “vox cantat” frente a “organum sonat”. Y “cantare” no es lo mismo que “sonare”. Como si los órganos cantaran, cuando los órganos no cantan, en todo caso suenan.
Lo curioso del caso es que, bajo su patronato, han nacido y se mantienen historias que no afinan con sus virtudes, protagonizadas por tribus que no siempre emiteon sonidos agradables. Lo digo por lo que afecta a mi experiencia en este campo. Hace años, en efecto, coincidiendo con mi largo paro en el que me encontraba, aprendí a tocar la trompeta y me enrolé en una banda de un pueblo. Para no herir sensibilidades no voy a concretar el nombre del mismo ni de la banda. Digamos que ambos se llamaban Sinfonía. Reconozco que sus miembros tenían más dificultades para afinar y tocar correctamente que para alzar voces y griteríos, camorrear entre ellos y desangrarse en charangas, más reducidas y rentables. Con este grupo comencé a tocar en público con mi flamante trompeta. Recuerdo que era la segunda que me compraba, tras haber destrozado la anterior en un duro aprendizaje. Con ella me sentía como un futbolista de tercera con botas nuevas, dispuesto a marcar gol cada vez que conseguía acercarme a la portería de mis contrincantes. Pues bien, en Sinfonía había algo que chirriaba como los ejes de un carro viejo: las relaciones de sus músicos con don Solferino, el dictador, perdón, director de la misma. Porque, además de enseñar música a gritos y de dirigir los conciertos a bastonazos, don Solferino mostraba cierta pobreza de espíritu al protagonizar constates broncas y enfrentamientos con sus pupilos, provocando constantes divisiones, trifulcas y disputas, y añadiendo aún más tensión y sostenidos en los ensayos que teníamos con él.
Todo había empezado unos meses antes de que celebráramos la patrona, Santa Cecilia, cuando los miembros componentes de la Banda, hartos de soportar los enfados, broncas y malas maneras del director, se rebelaron contra él y le pidieron que o cambiaba su manera de ser o ellos cambiaban de batuta. Fiel conservador de su genio y figura y protector de su imagen, el director, que era, al mismo tiempo y de modo igualmente gratuito, arreglista de la mayoría de obras que sus músicos interpretaban y tenía incluso diversas composiciones registradas en la S.G.A.E., confesó que, a su edad, ya no se le podía exigir un cambio de carácter. De manera que o le admitían tal como él era, o se marchaba por su propio pie. Y así seguía sin el menor cambio. Hasta que la Banda, integrada por no pocos jóvenes que estaban hasta las narices de sus típicos modales y de su manera chapada a la antigua, optó por repudiar y reemplazar al “insistuible” jefe, aprovechando un ensayo en que éste se encontraba ausente por un viaje de placer. Todos, por mayoría aplastante, votaron en su contra y decidieron prescindir de él. A su vuelta, don Solferino se enteró de la traición preparada por los suyos y no comprendió ni aceptó tal decisión, ingrata y desagradecida.
Tras la presentación de varios directores en busca de trabajo, Espontáneo, un risueño y joven músico andaluz, cuya imagen era la opuesta a la de don Solferino acabó sustituyendo a don Solferino. Y mientras éste se dedicaba a hablar mal de su ex Banda, Espontáneo se entregó a recuperarla y a dirigirla, cobrando por ello como profesional, lo que provocó las duras críticas de don Solferino, quien siempre se había dedicado “por el amor al arte a su entrañable Banda”. De esta manera, la vieja costumbre de dirigir con órdenes, gritos e histerismos, se convirtió, de pronto, en todo lo contrario. Pero el detalle de exigir un sueldo de acuerdo con su espontaneidad desinteresada, así como sus criterios, contrapuestos con los de algunos miembros de la Banda, muy pronto fueron objeto de otra despiadada crítica “soto voce” por parte de algunos de los que, pese a la reciente crisis, deseaban cambiar por segunda vez de batuta, prefiriendo a otro director que no costara tanto.
En esta ocasión, un reducido número de músicos descontentos comenzó a criticar y a descalificar al nuevo director, denigrándole por no trabajar desinteresadamente en la Banda, tildándole de falto de personalidad, de un exceso de libertinaje y de una supuesta anarquía, defectos de los que nadie podía acusar a Don Solferino. De esta forma, comenzó a circular, a espaldas de Espontáneo, una carta secreta en la que se pedían firmas contra el mismo, y se le recriminaba unos supuestos insultos, unos gritos que le habían salida sin malicia alguna, una malas formas y otras acusaciones por el estilo. Pero la misiva fue denunciada en una asamblea y la operación fracasó.
Después de dar varios tumbos por esta Banda, terminé por abandonarla, alistándome en otras, alguna de las cuales han cojeado, igualmente, de algo. Pero ninguna de ellas ha pasado por alto la fecha de Santa Cecilia, celebrando a su modo la conmemoración, con concierto o recital apropiado y con ágape incluido. Ese día, la música, pese a todas las discusiones y trifulcas temporales de los que la sostienen o viven de ella, continúa expresándose en el lenguaje cifrado del pentagrama, libre del tiempo terráqueo y transportada por otro “tempo” interno a otros mundos menos vulgares. Y el arte sonoro, sigue al margen de todas las discusiones bizantinas, de los Solferinos o Espontáneos de turno, de intereses bastardos y de patronas adaptadas.