21 de septiembre. Manu Leguineche, el viejo león herido.
Manu Leguineche (Foto de Carlos Miralles)
Manu ha dado en varias ocasiones la vuelta a la Tierra, pero a los 47 años, se compró una casa en este pueblo de Guadalajara, en donde viviera Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón Jiménez, y siguió viajando, aunque cada vez menos, escribiendo cada vez más reportajes y libros. “En el fondo –confiesa–, soy un aventurero, un periodista, un reportero, un enviado especial, un cronista de guerra o de paz”. Uno de sus últimos libros, “El Club de los Faltos de Cariño”, a medio camino entre el dietario, los retazos de memoria y las notas, fue escrito en compañía de la gata Muki, del pato Toribio y, por breve tiempo, de un cuco de un reloj suizo. Pero el Club, creado en Madrid, hoy sigue admitiendo socios. Manu reconoce haber sacrificado una familia por el periodismo. “Si hubiera tenido mujer e hijos, habría hecho la mitad de los viajes”. Sentía pasión por su oficio y por los viajes. Para él, viajar ha sido un ejercicio higiénico que ha contribuido a conocerse mejor.
Sin embargo, cada vez ha necesitado más el rincón de su Brihuega, huyendo de una vida abrasadora. “Vine aquí por primera vez, buscando un poco de paz, después de años de ruido y de furia en Madrid. Las grandes ciudades no me iban y yo ya buscaba otros espacios más anchurosos. También sentí la necesidad de relatar mi viaje interior. Pienso que lo tenía que haber hecho antes. Lo que pasa es que el frenesí de la vida moderna a veces te anula el pensamiento”. Manu tenía tendencia a sufrir claustrofobia, como su maestro Delibes, que también lo fuera de Paco Umbral, al que Manu adoraba. “Me siento mal en los ascensores –me confesaba en mi primera entrevista–. Es lo que más miedo me da. Una vez, en Saigón, me ocurrió quedarme encerrado en uno del hotel, bajo los bombardeos comunistas. En Bagdad, me quedé bloqueado en el del hotel y en Montevideo estuvo retenido entre dos pisos, ¡durante casi un fin de semana entero! Ahí sí que pasé miedo Me han dado más miedo los ascensores que las balas. Y, cuando me he quedado encerrado en ellos, lo ha pasado mal. También me aterran los saltos al vacío”.
Le cuento que, a finales de los ochenta, cuando trabajaba en la revista “Interviú” propuse hacer una serie de reportajes sobre la vuelta al mundo en 80 días, siguiendo los pasos de Phileas Fogg y su sirviente Passepartout, personajes creeados por Julio Verne. La propuesta, escrita y presentada a los mandamases de Zeta, debió parecerles una estupidez porque ni me contestaron. Lo más problable es que no llegaran ni siquiera a leerla. Pero, el hecho es que, meses más tarde, Manu propuso idéntico viaje para una revista de la casa y su propuesta fue inmediatamente aprobada. Claro que yo era entonces un trabajador más del montón mientras que Leguineche tenía ya fama de ser gran periodista viajero del mundo y escritor y ya había demostrado que lo sabía recorrer. Pienso que Asensio acertó, al aceptar ésta vuelta y no la que yo le había presentado, que perdióse entre miles de propuestas.
Conocí personalmente a este maestro de reporteros en l992 y mantuve una interesante entrevista con él para un libro que nunca llegué a publicar. Me enteré de que había vivido su infancia en Guernica, bombardeada un lustro antes de nacer. “En lineas generales –reconocía Leguineche–, no he tenido una infancia feliz ni demasiado fácil. Eso me ha marcado mucho. Nosotros jugábamos en medio de la maleza, con las casas destruidas y arruinadas por la guerra. Nos hicieron creer que habían sido los propios ‘gudaris’, los soldados nacionalistas, quienes habían incendiado el pueblo. Hasta que el tema dejó de ser tabú. No tuvimos una infancia feliz, ¡pero tuvimos Vietnam!. Vietnam fue mi Disneylandia. A los 18 años, fui mandado a Argelia, en donde hice mi primer reportaje internacional. Y di la vuelta al mundo para conocerme a mí mismo. Es el tema de mi libro, ‘El camino más corto’.
Pese a su timidez confesada y a su pavor a relacionarse con la gente –“Soy, me confesó, un tipo muy huidizo y un poco espantadizo”–, Manu no dejó, desde entonces, de patear ese mundo y de escribir grandes reportajes. Aunque, en el fondo, reconoce que había bastante de sedentario en él. Se movía por grandes impulsos, en iniciativas rápidas de viajes aunque también por periodos sendentarios. Y conoció a grandes viajeros que eran grandes sedentarios. Luego, le quedaba una gran curiosidad por comprobar todo lo que había visto, por rematar la faena de esos conocimientos a través de los libros. “Pero –añade–, te llamaba la atención comprobar cómo grandes viajeros a veces hacían un viaje sin fin. Como decía el libro chino del Tao: ‘El mejor viaje es el que se hace en torno a sí mismo’.
“Esto es la tribu de las tres ‘d’ –dice en su novela “La Tribu”–: dipsómanos, divorciados, depresivos”. Y cuando le pregunto por cómo ve, a su edad, la profesión, me contesta: “Me gustaría verla muy bien, pero la entreveo llena de dificultades. Y con mucho paro, lo cual es preocupante. Gentes que han trabajado toda la vida y que, por una alegría en un momento dado, han cambiado de trabajo, apostando un poco por la aventura, ahora encuentran dificultades. Además, están los jóvenes que te vienen a ver, que te escriben y te mandan cartas. Reconozco que este hecho también me abruma un poco. No tengo soluciones a la vista. Lo que te deja en una situación de inferioridad para resolver sus problemas”. En cuanto al periodismo actual, piensa que hay un exceso de solemnidad y de formas. “Se rompe la creatividad en beneficio del control y la domesticación del individuo. Se busca poco; no se investiga, no se escuchan voces innovadoras. Y eso no es sólo un problema de los intelectuales. La falta de estímulo es la muerte del periodismo; la rutina, el seguidismo, son sus grandes enemigos. Yo no me reconozco en este periodismo triste; quizá me esté haciendo viejo”...
Nuestro hombre sigue soñando despierto y cada vez juega menos al mus, que es, según dice, la continuación de la guerra pero por otros medios. Su falta de visión le impide hacer lo que más le gusta: leer y escribir. Ni siquiera puede trabajar en el ordenador ni ver ningún partido en la televisión. Sólo escucharlos por la radio. Cuando era joven, llegó a jugar en segunda regional. “Jugué de defensal en equipos regionales. Tenía una gran pasión y era un buen jugador. Hice muchos partidos en mi vida pero me hubiera gustado haber jugado más, en segunda división, sin ir más lejos. También jugué a pelota de mano y fui bastante malo. Ahí apenas progresé”. Y sigue apoyando al Athletic de Bilbao de toda su vida.
Antes, se entretenía tocando –dice que malamente– un acordeón, pero ya hace tiempo que dejó de hacerlo. Ni siquiera sabe ya donde está. Ahora prefiere escuchar música filarmónica y jazz. “Tengo una gran vocación de vago –me confesaba en 1992, antes de pasar a vivir directamente en Brihuega –. Me gustaría no hacer nada, pero no puedo. El problema que tengo es el contrario, el de seleccionar las cosas que todavía me quedan por hacer. Pero debo reconocer que me gusta vivir en el campo. Estoy deseando que llegue la primavera para escuchar el canto del cuco. Es una manía que tengo. Tal vez hasta una neurosis. Pero ¡qué primaveras paso!... Y cuando me toca alguna guerra afuera, estoy deseando volver. Soy un aficionado por la caza menor, aunque ahora me gusta menos. Me gustan mucho los perros. Tengo una Spaniel Breton, Sara, que me sigue por doquier”.
Hoy, Manu remueve el poso de estos recuerdos mientras contempla su jardín, sentado en su silla de ruedas desde hace más de dos años, cuando la muerte intentó darle un zarpazo dejándole malherido con un cáncer de colón, la diabetes, la pérdida de la vista y de ciertos movimientos de su mano derecha. Fue un primer aviso que le dejó al margen del periodismo activo pero no de su vida. “El mejor enviado especial que ha dado el periodismo español –dijo de él Vicente Romero el 25 de junio del 2006, desde el programa Siluetas, de RNE– es ahora como un viejo león herido, postrado en su lecho, recuperándose de una delicada intervención quirúrgica, pero sus males son físicos y no padece esa enfermedad profesional de la nostalgia que amenaza a quienes han vivido tanto y tan intensamente como él". Un comentarista le enviaba un mensaje de rabia y esperanza: “No nos jodas, Manu. Manda ese puto cáncer a hacer puñetas. Sólo tú puedes con ese sentido inapreciable que tiene de la vida. Tu presencia y tus libros son unos regalos que no nos merecemos”. Y otro le deseaba: “Ánimo, maestro, esto es un resfriado al lado de las que pasaste en Vietnam. Un abrazo y arriba”.
Cuando le dejo, sentado en la silla de su jardín, deseando su pronta recuperación, le oigo comentar con cierta sonrisa: “Mientras me quede como estoy... Yo sigo aquí jodido, pero contento”, que suena a resistencia numantina.
El otro día visité a Manu Leguineche. Mientras esperaba en el recibidor de la mansión donde vive, en el pueblo de Brihuega, contemplaba los recuerdos que rodean a este periodista. Los periódicos, que ya no puede leer como antes, se amontonaban en varias butacones y sobre los lados de la escalera que conduce al jardín. En un rincón, una antigua máquina de escribir, marca Smith Premier, y en otro, un reloj de pared que se paró definitivamente a las 11 horas 40 minutos de un día desconocido. Sobre los muros, lucía una pequeña fotografía del cuadro de Picasso sobre Guernica, en la que viviera de pequeño, el Primer Diploma de Campeonato de Mus “Alonso Berruguete”, en mayo de 1987, en el que ganó la pareja Javier Figuero y Manuel Leguineche, y varios galardones periodísticos y literarios de premios nacionales. Un amplio espejo, cuyos marcos estaban cuidadosamente decorados, cubría toda una pared de enfrente. La luz solar de septiembre penetraba por una ventana y el silencio era sólo roto de vez encuando por algun perro callejero o por el paso de alguna persona. Afuera, la plaza que llevaba su nombre lindaba con la plaza de toros. Madrid quedaba lejos, a unos cien kilómetros.
Comenzaba el otoño mientras Manuel Leguineche (Arrazua, Vizcaya, 1941), experimentado escritor y periodista que ha seguido sin descanso el viejo rastro del mundo, conociendo en su recorrido tifones y terremotos, hambres y epidemias, guerras y acontecimientos humanos, veía pasar los días cada vez más cortos y contempla el ocaso, sentado en su silla de ruedas bajo las hojas de los árboles de su jardín. Y yo vislumbraba el declive de un luchador que encerraba algo en su mano izquierda, cerrada, y cuando abría tímidamente el puño, descubría su alma, grande y libre como su experiencia.
Manu es uno de los grandes periodistas españoles de nuestro tiempo y uno de los pocos que ha sabido crear un estilo tan personal como atractivo para las grandes audiencias. Es el decano de los corresponsales de guerra en España y fundador de Colpisa, en 1969, y de Fax Press, en 1971. Dos agencias de noticias que pasaron a manos de otros mientras que el reportero, que siempre huyó de las redacciones –“Cuando voy a una, solía decir, me siento como un mendigo, como si fueras a pedir o a robar algo a alguien”–, se dedicaba a escribir sus reportajes y a narrar en sus más de treinta libros lo que había visto a su paso por el mundo.
Comenzaba el otoño mientras Manuel Leguineche (Arrazua, Vizcaya, 1941), experimentado escritor y periodista que ha seguido sin descanso el viejo rastro del mundo, conociendo en su recorrido tifones y terremotos, hambres y epidemias, guerras y acontecimientos humanos, veía pasar los días cada vez más cortos y contempla el ocaso, sentado en su silla de ruedas bajo las hojas de los árboles de su jardín. Y yo vislumbraba el declive de un luchador que encerraba algo en su mano izquierda, cerrada, y cuando abría tímidamente el puño, descubría su alma, grande y libre como su experiencia.
Manu es uno de los grandes periodistas españoles de nuestro tiempo y uno de los pocos que ha sabido crear un estilo tan personal como atractivo para las grandes audiencias. Es el decano de los corresponsales de guerra en España y fundador de Colpisa, en 1969, y de Fax Press, en 1971. Dos agencias de noticias que pasaron a manos de otros mientras que el reportero, que siempre huyó de las redacciones –“Cuando voy a una, solía decir, me siento como un mendigo, como si fueras a pedir o a robar algo a alguien”–, se dedicaba a escribir sus reportajes y a narrar en sus más de treinta libros lo que había visto a su paso por el mundo.
Manu ha dado en varias ocasiones la vuelta a la Tierra, pero a los 47 años, se compró una casa en este pueblo de Guadalajara, en donde viviera Margarita de Pedroso, el amor platónico de Juan Ramón Jiménez, y siguió viajando, aunque cada vez menos, escribiendo cada vez más reportajes y libros. “En el fondo –confiesa–, soy un aventurero, un periodista, un reportero, un enviado especial, un cronista de guerra o de paz”. Uno de sus últimos libros, “El Club de los Faltos de Cariño”, a medio camino entre el dietario, los retazos de memoria y las notas, fue escrito en compañía de la gata Muki, del pato Toribio y, por breve tiempo, de un cuco de un reloj suizo. Pero el Club, creado en Madrid, hoy sigue admitiendo socios. Manu reconoce haber sacrificado una familia por el periodismo. “Si hubiera tenido mujer e hijos, habría hecho la mitad de los viajes”. Sentía pasión por su oficio y por los viajes. Para él, viajar ha sido un ejercicio higiénico que ha contribuido a conocerse mejor.
Sin embargo, cada vez ha necesitado más el rincón de su Brihuega, huyendo de una vida abrasadora. “Vine aquí por primera vez, buscando un poco de paz, después de años de ruido y de furia en Madrid. Las grandes ciudades no me iban y yo ya buscaba otros espacios más anchurosos. También sentí la necesidad de relatar mi viaje interior. Pienso que lo tenía que haber hecho antes. Lo que pasa es que el frenesí de la vida moderna a veces te anula el pensamiento”. Manu tenía tendencia a sufrir claustrofobia, como su maestro Delibes, que también lo fuera de Paco Umbral, al que Manu adoraba. “Me siento mal en los ascensores –me confesaba en mi primera entrevista–. Es lo que más miedo me da. Una vez, en Saigón, me ocurrió quedarme encerrado en uno del hotel, bajo los bombardeos comunistas. En Bagdad, me quedé bloqueado en el del hotel y en Montevideo estuvo retenido entre dos pisos, ¡durante casi un fin de semana entero! Ahí sí que pasé miedo Me han dado más miedo los ascensores que las balas. Y, cuando me he quedado encerrado en ellos, lo ha pasado mal. También me aterran los saltos al vacío”.
Le cuento que, a finales de los ochenta, cuando trabajaba en la revista “Interviú” propuse hacer una serie de reportajes sobre la vuelta al mundo en 80 días, siguiendo los pasos de Phileas Fogg y su sirviente Passepartout, personajes creeados por Julio Verne. La propuesta, escrita y presentada a los mandamases de Zeta, debió parecerles una estupidez porque ni me contestaron. Lo más problable es que no llegaran ni siquiera a leerla. Pero, el hecho es que, meses más tarde, Manu propuso idéntico viaje para una revista de la casa y su propuesta fue inmediatamente aprobada. Claro que yo era entonces un trabajador más del montón mientras que Leguineche tenía ya fama de ser gran periodista viajero del mundo y escritor y ya había demostrado que lo sabía recorrer. Pienso que Asensio acertó, al aceptar ésta vuelta y no la que yo le había presentado, que perdióse entre miles de propuestas.
Conocí personalmente a este maestro de reporteros en l992 y mantuve una interesante entrevista con él para un libro que nunca llegué a publicar. Me enteré de que había vivido su infancia en Guernica, bombardeada un lustro antes de nacer. “En lineas generales –reconocía Leguineche–, no he tenido una infancia feliz ni demasiado fácil. Eso me ha marcado mucho. Nosotros jugábamos en medio de la maleza, con las casas destruidas y arruinadas por la guerra. Nos hicieron creer que habían sido los propios ‘gudaris’, los soldados nacionalistas, quienes habían incendiado el pueblo. Hasta que el tema dejó de ser tabú. No tuvimos una infancia feliz, ¡pero tuvimos Vietnam!. Vietnam fue mi Disneylandia. A los 18 años, fui mandado a Argelia, en donde hice mi primer reportaje internacional. Y di la vuelta al mundo para conocerme a mí mismo. Es el tema de mi libro, ‘El camino más corto’.
Pese a su timidez confesada y a su pavor a relacionarse con la gente –“Soy, me confesó, un tipo muy huidizo y un poco espantadizo”–, Manu no dejó, desde entonces, de patear ese mundo y de escribir grandes reportajes. Aunque, en el fondo, reconoce que había bastante de sedentario en él. Se movía por grandes impulsos, en iniciativas rápidas de viajes aunque también por periodos sendentarios. Y conoció a grandes viajeros que eran grandes sedentarios. Luego, le quedaba una gran curiosidad por comprobar todo lo que había visto, por rematar la faena de esos conocimientos a través de los libros. “Pero –añade–, te llamaba la atención comprobar cómo grandes viajeros a veces hacían un viaje sin fin. Como decía el libro chino del Tao: ‘El mejor viaje es el que se hace en torno a sí mismo’.
“Esto es la tribu de las tres ‘d’ –dice en su novela “La Tribu”–: dipsómanos, divorciados, depresivos”. Y cuando le pregunto por cómo ve, a su edad, la profesión, me contesta: “Me gustaría verla muy bien, pero la entreveo llena de dificultades. Y con mucho paro, lo cual es preocupante. Gentes que han trabajado toda la vida y que, por una alegría en un momento dado, han cambiado de trabajo, apostando un poco por la aventura, ahora encuentran dificultades. Además, están los jóvenes que te vienen a ver, que te escriben y te mandan cartas. Reconozco que este hecho también me abruma un poco. No tengo soluciones a la vista. Lo que te deja en una situación de inferioridad para resolver sus problemas”. En cuanto al periodismo actual, piensa que hay un exceso de solemnidad y de formas. “Se rompe la creatividad en beneficio del control y la domesticación del individuo. Se busca poco; no se investiga, no se escuchan voces innovadoras. Y eso no es sólo un problema de los intelectuales. La falta de estímulo es la muerte del periodismo; la rutina, el seguidismo, son sus grandes enemigos. Yo no me reconozco en este periodismo triste; quizá me esté haciendo viejo”...
Nuestro hombre sigue soñando despierto y cada vez juega menos al mus, que es, según dice, la continuación de la guerra pero por otros medios. Su falta de visión le impide hacer lo que más le gusta: leer y escribir. Ni siquiera puede trabajar en el ordenador ni ver ningún partido en la televisión. Sólo escucharlos por la radio. Cuando era joven, llegó a jugar en segunda regional. “Jugué de defensal en equipos regionales. Tenía una gran pasión y era un buen jugador. Hice muchos partidos en mi vida pero me hubiera gustado haber jugado más, en segunda división, sin ir más lejos. También jugué a pelota de mano y fui bastante malo. Ahí apenas progresé”. Y sigue apoyando al Athletic de Bilbao de toda su vida.
Antes, se entretenía tocando –dice que malamente– un acordeón, pero ya hace tiempo que dejó de hacerlo. Ni siquiera sabe ya donde está. Ahora prefiere escuchar música filarmónica y jazz. “Tengo una gran vocación de vago –me confesaba en 1992, antes de pasar a vivir directamente en Brihuega –. Me gustaría no hacer nada, pero no puedo. El problema que tengo es el contrario, el de seleccionar las cosas que todavía me quedan por hacer. Pero debo reconocer que me gusta vivir en el campo. Estoy deseando que llegue la primavera para escuchar el canto del cuco. Es una manía que tengo. Tal vez hasta una neurosis. Pero ¡qué primaveras paso!... Y cuando me toca alguna guerra afuera, estoy deseando volver. Soy un aficionado por la caza menor, aunque ahora me gusta menos. Me gustan mucho los perros. Tengo una Spaniel Breton, Sara, que me sigue por doquier”.
Hoy, Manu remueve el poso de estos recuerdos mientras contempla su jardín, sentado en su silla de ruedas desde hace más de dos años, cuando la muerte intentó darle un zarpazo dejándole malherido con un cáncer de colón, la diabetes, la pérdida de la vista y de ciertos movimientos de su mano derecha. Fue un primer aviso que le dejó al margen del periodismo activo pero no de su vida. “El mejor enviado especial que ha dado el periodismo español –dijo de él Vicente Romero el 25 de junio del 2006, desde el programa Siluetas, de RNE– es ahora como un viejo león herido, postrado en su lecho, recuperándose de una delicada intervención quirúrgica, pero sus males son físicos y no padece esa enfermedad profesional de la nostalgia que amenaza a quienes han vivido tanto y tan intensamente como él". Un comentarista le enviaba un mensaje de rabia y esperanza: “No nos jodas, Manu. Manda ese puto cáncer a hacer puñetas. Sólo tú puedes con ese sentido inapreciable que tiene de la vida. Tu presencia y tus libros son unos regalos que no nos merecemos”. Y otro le deseaba: “Ánimo, maestro, esto es un resfriado al lado de las que pasaste en Vietnam. Un abrazo y arriba”.
Cuando le dejo, sentado en la silla de su jardín, deseando su pronta recuperación, le oigo comentar con cierta sonrisa: “Mientras me quede como estoy... Yo sigo aquí jodido, pero contento”, que suena a resistencia numantina.
(Mañana, sábado, continuaré con este tema).
6 comentarios:
Magnífica, Santi, esta semblanza del maestro Leguineche. Digna de que la publicara "El País".
Gracias, Perfecto, pero, a estas alturas de mi vida, no aspiro a tanto. Entre otras razones porque los periodistas mal mirados por Cebrián nunca aparecen en sus páginas, excepto cuando son objeto de sus represalias. Me conformo con que salga en este modesto diario y sea apreciado de vez en cuando por profesionales como tú.
Santiago Miró
Y pensar que he estado 6 meses viviendo a 7 kms del gran maestro, al ladito de Brihuega y sin saberlo.
Manu ha sido el que mejor me ha hecho entender todo el conflicto yugoslavo con su libro "Yugoslavia kaputt", que por cierto en la wikipedia no aparecía hasta ayer que lo edité.
Qué gran artículo!!! Felicidades, me ha encantado, te envidio por haber tenido el privilegio de conocerle y poder charlar con él.
Un saludo
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