13 de junio. Un corte de mangas.
Por mucho que mis estrecheces económicas impidan comprarme diariamente toda la prensa, como antes hacía, no puedo pasar mis jornadas sin leer algún periódico, además de escuchar las noticias por la radio o de verlas por televisión. Así que, para conseguirlo totalmente gratis, a menudo acudo a la biblioteca municipal en donde me doy un chapuzón refrescante entre los periódicos que encuentro y algunas revistas del día que están expuestas al público.
Soy consciente de que esos medios sólo me informan de lo que ellos consideran esencial. Y de que orientan a sus lectores a su modo, añadiendo los matices pertinentes, silenciando lo que les interesa callarse, y alardeando, sobre todo, de gozar de una sacrosanta libertad de informar. Pero no pocas de las informaciones que deberían ofrecer me las tengo que buscar por mi cuenta, leyendo entre líneas o buscando otros medios y conductos. De manera que a veces resulta más fácil enterarse de ciertas noticias al margen de las fuentes oficiales u oficiosas que en los papeles cargados de publicidad y de intereses creados, controlados por los propietarios de la comunicación.
Todos ellos pretenden informarme con todo detalle de los conflictos más lejanos. Y me permiten indagar cómo, desde distintos puntos del mundo, las guerras siguen alimentando odios, rencores y negocios de armas. Claramente me llega el chasquido de disparos o las salpicaduras de explosiones que hieren mi sensibilidad, curtida de desengaños varios y endurecida por la distancia y cierta indiferencia. La televisión intenta informarme de los sucesos más movidos y sangrientos. Es inútil no sentirse entonces alterado. Pero reconozco que las disputas y muertes a granel no logran siempre afectarme. Por malas que sean las noticias y por mucha sangre que haya, no me quitan las ganas de comer ni a los productores de mezclarlas con la sacrosanta publicidad. Y, en el momento de dormir la siesta, me siento un privilegiado, alcanzado la más perfecta de las inmunizaciones.
Pero, ante este intento de adaptarme a la vida moderna, tragándome todo lo que me presentan los medios de comunicación social, de vez en cuando siento una monumental indigestión, y vomito todo lo que he comido sin asimilar. Sólo entonces siento asco de cuanto he leído, visto u oído y mi cerebro permanece en blanco. Por esto, de vez en cuando me purgo de esta prensa, radio y televisión violenta y comercial y ayuno uno o dos días, aislándome de todo.
Soy consciente de que esos medios sólo me informan de lo que ellos consideran esencial. Y de que orientan a sus lectores a su modo, añadiendo los matices pertinentes, silenciando lo que les interesa callarse, y alardeando, sobre todo, de gozar de una sacrosanta libertad de informar. Pero no pocas de las informaciones que deberían ofrecer me las tengo que buscar por mi cuenta, leyendo entre líneas o buscando otros medios y conductos. De manera que a veces resulta más fácil enterarse de ciertas noticias al margen de las fuentes oficiales u oficiosas que en los papeles cargados de publicidad y de intereses creados, controlados por los propietarios de la comunicación.
Todos ellos pretenden informarme con todo detalle de los conflictos más lejanos. Y me permiten indagar cómo, desde distintos puntos del mundo, las guerras siguen alimentando odios, rencores y negocios de armas. Claramente me llega el chasquido de disparos o las salpicaduras de explosiones que hieren mi sensibilidad, curtida de desengaños varios y endurecida por la distancia y cierta indiferencia. La televisión intenta informarme de los sucesos más movidos y sangrientos. Es inútil no sentirse entonces alterado. Pero reconozco que las disputas y muertes a granel no logran siempre afectarme. Por malas que sean las noticias y por mucha sangre que haya, no me quitan las ganas de comer ni a los productores de mezclarlas con la sacrosanta publicidad. Y, en el momento de dormir la siesta, me siento un privilegiado, alcanzado la más perfecta de las inmunizaciones.
Pero, ante este intento de adaptarme a la vida moderna, tragándome todo lo que me presentan los medios de comunicación social, de vez en cuando siento una monumental indigestión, y vomito todo lo que he comido sin asimilar. Sólo entonces siento asco de cuanto he leído, visto u oído y mi cerebro permanece en blanco. Por esto, de vez en cuando me purgo de esta prensa, radio y televisión violenta y comercial y ayuno uno o dos días, aislándome de todo.
Antes, inmerso en esta sociedad de consumo, no tenía más remedio que insensibilizarme y seguir. Ahora, sin un trabajo remunerativo, puedo permitirme el lujo de pararme, apearme de este carromoto y hacer un corte de mangas a todo este tinglado.
2 comentarios:
Qué dífícil es, amigo Santiago.
Me alegro que puedas apartarte tan silenciosamente y en ese retiro poder meditar sobre esto y aquello. Yo por mi parte estoy aún a merced de tantos intereses que mecen mi persona según les conviene a ellos, a los poderosos. Espero poder un día girar la cabeza, dar la espalda y seguir caminando como si nada, aunque sabiendo, mientras miro con el rabillo del ojo, que debo intervenir de algún modo. Te admiro.
Es la ventaja y, al mismo tiempo, desventaja, de estar en el paro. Todo, menos, cruzarse de brazos o desesperarse. Pero, si uno trabaja, no basta con conservar su puesto. Hay que luchar para darle la dignidad que el trabajo se merece.
Santiago Miró
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