domingo, 11 de octubre de 2015

El caso Gregorio Morán; EEUU bombardea el hospital de Kunduz; Oliver Stone carga contra Obama y Bush, y Carmena y Colau aprueban en el CIS.


Sebastiaan Faber, catedrático de Estudios Hispánicos en Oberlin College (Estados Unidos), publica En FronteraD, Revista Digital, el artículo “El caso Gregorio Morán. ¡Todos mediocres! Crítica e inclemencia en España”.  De él entresacamos: “Gregorio Morán es un estorbo, un aguafiestas: el niño que avergüenza a sus padres porque observa verdades que las leyes de la cortesía prohíben formular en voz alta (“¿Papá, por qué es tan feo ese señor?”). No sorprende que Crítica –es decir, Planeta– quisiera censurar El cura y los mandarines, ni que Morán se negara en redondo. (Crítica: “Gregorio, no seas malhablado, ¿por qué no te disculpas ante el señor García de la Concha?”. Gregorio: “¡Porque no quiero! ¡Es un trepa!”). El escándalo de lo que Morán no dudó en calificar como ‘censura económica’ –Planeta abortó el proyecto porque no quiso arriesgar sus contratos rentabilísimos con la Real Academia de la Lengua– ayudó a generar publicidad para el tocho, que acabó publicando Akal. Pero, incluso sin ese rifirrafe, el libro de Morán habría hecho ruido. Ignorarlo es imposible –y vaya que se ha intentado, como señalaba Juan Goytisolo–. ‘El cura y los mandarines’ nos acompaña en un paseo por treinta y cuatro años de cultura española, del convulso 1962 hasta 1996, el final de la hegemonía socialista. El panorama es demoledor. Será muy difícil volver a imaginarnos al emperador vestido después de haberle contemplado, durante 800 densas páginas, en toda su grotesca y ridícula desnudez. Es un retrato que duele, por patético. Como los pobres personajes de Galdós, España lleva más de un siglo obsesionada por su estatus, presa entre fantasías de grandeza y complejos de inferioridad –síndrome común, por otro lado, de los ex imperios–. De ahí no sólo el fetiche de la marca España sino también los millones invertidos en el Instituto Cervantes y el gusto morboso por los rankings mundiales, sea de cocineros, tenistas o universidades. Entre los intelectuales españoles, esta obsesión ha adoptado formas varias. Hay los que lamentan lo que ven como un permanente atraso, fuente de vergüenza (‘en Alemania un ministro se larga si le pillan en un plagio; pero en España nadie dimite nunca’). Hay los que insisten en constatar la esencial diferencia entre España y el resto –de Europa, del mundo–, pero que explican esa diferencia en términos de superioridad (‘España es una gran nación, y los españoles, muy españoles y mucho españoles?). Y hay los que insisten en la normalidad de España: la democracia española no es mejor ni peor que las otras democracias occidentales; su historia no es excepcional sino perfectamente corriente”.

Gregorio Morán.

“¿España –se pregunta Sebastiann Faber– va bien? ¿Mal? ¿Regular? ¿Cómo evaluar la cultura española de los últimos 75 años en términos cualitativos? ¿Qué baremos pueden servir y quién hace de tasador? Si el tema da para desacuerdos es porque toca a las dos preguntas centrales de la historia cultural y política española reciente: ¿Cuáles fueron los efectos a largo plazo de la Segunda República, de la Guerra Civil y de la dictadura franquista? ¿Y ya se han superado? Para Gracia y Ródenas, esos efectos no sólo se han superado sino que empezaron a superarse mucho antes de que expirara el dictador. Gracia pretende desmentir el tópico del franquismo como un páramo cultural al mismo tiempo que explica por qué la democracia actual es perfectamente saludable a pesar de su poca conexión con el legado de la República (…) El relato de ‘El cura y los mandarines’ de Gregorio Morán se opone diametralmente al de Gracia, Marías y Treglown. Si la posición de éstos cabe resumirse en un no fue para tanto –en términos de producción cultural, los efectos de la guerra y la dictadura no fueron pura o predominantemente negativos y puede que fueran hasta saludables–, Morán mantiene algo muy distinto. Para él, el final de la Guerra Civil inicia un largo período marcado por la represión, la mediocridad, la frivolidad, el oportunismo y la desvergüenza, fenómenos que vician hasta la médula todas las áreas de actividad intelectual del país: política, universidad, cultura. Esa apabullante mediocridad, además, no desaparece con la muerte del dictador, sino que se perpetúa. Y lo hace gracias a dos fenómenos. Primero, la presencia dominante de intelectuales criados bajo el franquismo en los años de la Transición. Y, segundo, la cooptación masiva de la inteligencia crítica por los sucesivos gobiernos democráticos, en particular del PSOE durante sus 14 años de poder. El PSOE –dice Morán– convirtió la cultura en espectáculo y a los intelectuales en perros falderos, beneficiarios de un suministro fijo de favores y dineros: premios, puestos, becas, encargos, sillones académicos y un trato privilegiado, adulador, en la propia Moncloa. ‘[A]l final –resume Morán– el gran asunto es cómo, en 30 años, el grueso de una tropa de tíos rompedores y patentemente progresistas se convirtió en una mediocre pandilla de reaccionarios acomodaticios’. Morán demuestra con rigor de geólogo la profunda contaminación de todo el subsuelo peninsular. Moral y culturalmente, la democracia postfranquista se construyó sobre un vertedero tóxico”.


“El cura y los mandarines”, aunque ameno y jugoso, no es un libro fácil. Realiza un recorrido episódico por más de 30 años de cultura española, desde comienzos de los sesenta hasta mediados de los noventa, con un enfoque particular sobre las figuras cumbre –los mandarines– de la vida intelectual y cultural. “A modo de cicerone o hilo conductor, nos acompaña por ese tupido bosque el cura Jesús Aguirre, futuro duque de Alba, una especie de Zelig que sale en todas las fotos. Aguirre también aparece como figura antonomástica del propio mandarinato: es oportunista, plegable, trepa, impostor; un ‘escritor ágrafo’, mediocre, que acumula capital cultural sobre un mínimo de mérito intelectual, aprovechándose de la escandalosa falta de competencia en un paisaje cultural arrasado por la guerra y el franquismo. No es casual que los años de la Transición ocupen el centro del período. Para Morán, si hay algo que caracteriza la llegada de la democracia no es la ruptura sino la continuidad. El tipo de historia cultural que practica Morán –subjetivo, detallado, anecdótico y biográfico– le permite presentar una radiografía despiadada de la red de complicidades que hizo posible la reconversión masiva de hombres del régimen en nuevos demócratas. La institución central en este proceso fue El País, ‘parodia de intelectual colectivo’: el diario que nace como iniciativa de Fraga y su círculo y cuya base ideológica y financiera las proporciona un equipo de (ex) oficiales del régimen y curtidos hombres de negocios que habían amasado su fortuna gracias a su cercanía al poder… La idea de un diario, moderno, abierto, de una derecha que preparaba la transición del franquismo […] empezó a gestarse hacia 1972, en plena era de Franco y Carrero Blanco. Una empresa así sólo podía salir de personas con un inequívoco pedigrí de adeptos al Régimen, no tanto porque lo defendieran a aquellas alturas de la vida de él y de ellos, sino porque sus servicios en el pasado les consintieran ahora defender sus intereses y su futuro. Algo por otra parte tan obvio que ya había constituido la razón por la que se habían sumado a Franco en su momento. ‘La trayectoria de El País –escribe Sebastiann Faber – es tan coincidente con buena parte de las clases medias intelectuales españolas, con sus ganas, sus esfuerzos y sus limitaciones, que podríamos decir que tanto su ascenso como la quiebra de esta relación coinciden con los ciclos políticos de la Transición”.

“El periódico y sus colaboradores pretenden representar la continuidad con el legado de la República y sus mejores medios, como El Sol. (Morán cita a Aranguren, que escribía, en 1977, en El País: ‘La cultura española establecida hoy no es sino la representación de la cultura anterior a 1936, por la que se diría que no ha pasado el tiempo’). La realidad era muy otra. El exilio quedó relegado a los márgenes, y el lugar de los republicanos lo usurpaban un puñado de ‘secundarios’ de la inteligencia del interior: ‘la segunda fila de lo que ya había’: Marías, De la Cierva, Aranguren, Gil Robles, Laín Entralgo. Eso sí, el pretendido enganche con los años treinta –eclipsando décadas de represión colaboración, silencio y complicidad– les permitía a estos segundones, para empezar, zambullirse en un generoso y mutuo perdón colectivo. ‘Todo –escribe Morán– se convertía en una escena, digamos entre cómica y ritual, de perdones recíprocos, de amnistías públicas’. La primera amnistía histórica que concedió la Transición fue ésta: la que se dieron mutuamente los viejos colaboradores de la dictadura y sus ‘valets de chambre’ intelectuales. La Guerra Civil no estaba superada sino que había quedado obsoleta porque los representantes intelectuales, que tanto habían colaborado a llevarla a cabo y a cimentar la victoria posterior, consideraban la propia guerra como algo ajeno. El relato de la prehistoria de El País no es del todo desconocido, pero sí se tiende a barrer bajo la alfombra. El vistazo que nos brinda Morán sobre el polvo allí acumulado no deja de resultar revelador. Entre otras cosas, nos permite leer la deriva más reciente del periódico y su conglomerado matriz, que muchos han experimentado como una decadencia o perversión del proyecto original, como una especie de retorno a los orígenes. Si El País nació de una mezcla de conservadurismo político y oportunismo financiero, quizá sólo sea normal que haya vuelto al lugar de origen”.


Si “El cura y los mandarines” es una bomba, cabe preguntarse si logrará derrumbar el edificio ideológico que busca destruir. “Como bomba –recuerda Sebastiann Faber–, es casera: Morán es muy Morán. El personaje público que cultiva –ojeras, bufanda, cigarrillos, sonrisilla escéptica– tiene su correlato en la página escrita: el epigrama, la sentencia, la afirmación apodíctica, el coloquialismo, los aspavientos indignados y los signos de exclamación. También las muletillas (‘digámoslo con rotundidad’, ‘todo hay que decirlo’). Esto no quiere decir que no sea un gusto leerlo. No aburre porque es muy poco académico, en todos los sentidos de la palabra. De hecho, lo académico y los académicos –de la Real y o de la universidad, da igual– le tienen sin cuidado. Las formalidades se las pasa por la entrepierna. Pero de ahí quizá también que se note cierto descuido en la fabricación del texto. Algunos capítulos son una auténtica colcha de retales, con las costuras bien visibles, un par de parches e hilos sueltos y alguna puntada repetida: más Van Gogh que Seurat. (A veces mete la pata: La publicación por Ruedo Ibérico del libro sobre Opus Dei de Ynfante, escribe, ‘fue literalmente un terremoto’, para después apuntar que el texto de Ynfante ‘no era precisamente un modelo ni de estilo ni de precisión’…). Como se ve, su propio desaliño no le impide ser exigente con el estilo de los demás. No tiene reparo en indicar que un texto le parece estar escrito por encargo, con los pies o directamente en estado etílico, ‘a tenor de las singularidades de su redacción’. Desde luego, el tipo de idiosincrasia estilística de Morán no suele verse con buenos ojos ni en el periodismo ni en el mundo universitario, que suele confundir el rigor con la asepsia y el aburrimiento. Para los filólogos a los que ataca Morán –individual y colectivamente–, este estilo será excusa para no tomarle en serio. La verdad, sin embargo, es que la indulgencia retórica de Morán no le descalifica, o al menos no siempre. La intensidad de los juicios no les quita precisión, y lo que tiene visos de hipérbole muchas veces resulta ser una verdad como un puño. Los juicios pueden ser demoledores, pero no son por ello menos exactos. El retrato despiadado de Laín Entralgo es un buen ejemplo: ‘Su obra, como su vida, fue siempre un engaño ante los espejos de su trayectoria; ni sabía alemán como para un párrafo entero, leído o hablado; ni sabía pensar; ni tuvo otros amigos que aquellos que traicionó acoquinado, dejándoles en la estaca; Ridruejo y Aranguren, sin ir más lejos. Su inanidad intelectual era tan llamativa que cabría pensar que sin la Guerra Civil y la victoria de los suyos, y el interesado apoyo que dispensó Xavier Zubiri, […] no hubiera pasado de funcionario de la Enseñanza, sección frustrados; veteranos de menor cuantía’ ”.

 Sebastiaan Faber, tocando la trompeta.

“Morán se ha salvado del espectáculo lamentable que nos han venido ofreciendo algunos miembros luceros de su generación, incapaces de encajar los cambios por lo que ese encaje implicaría de autocrítica. Y es que, a diferencia de muchos de sus coetáneos, Morán no tiene intereses personales en las instituciones que surgieron de la Transición; las lleva criticando desde hace décadas. Pero también hay un factor temperamental. Morán nunca se ha dejado seducir por el pesimismo de la cultura a lo Vargas Llosa o Jordi Llovet. Tampoco está entre los que postulan un defecto cuasi genético de la cultura española, hipótesis que les permite diagnosticar sombríamente los males de la sociedad, repartir la culpa de forma colectiva y al mismo tiempo cerrar la posibilidad de cualquier mejora real. Esta última tendencia –gratuita y facilona– está de moda entre la inteligencia peninsular, sin duda porque se presta perfectamente a la fabricación de columnas semanales. Es una postura que ha seducido a plumas tan dispares entre sí como Javier Marías (‘nuestro país ha preferido siempre –aún más hoy, si cabe– lo chocarrero y lo cursi, el trazo grueso, la coz, lo tabernario, la astracanada y el chascarrillo penoso’) o Arturo Pérez Reverte (‘Cuando gritamos ‘¡Vivan las cadenas!’ es porque queremos tenerlas. En España nos sigue dando miedo la libertad responsable, aunque la otra nos encanta... Poder mearnos en la esquina nos pone’). Morán, en cambio, es menos dramático y más riguroso: el mal de la mediocridad existe pero no es congénito porque tiene claras explicaciones políticas e históricas. De hecho, nos permite comprender que achacar los males sociales y políticos a un problema de cultura no deja de ser una versión del todos fuimos culpables. ¿Morán es un modelo? Hace poco tuve en estas páginas un intercambio con un colega sobre el papel que nos toca a los críticos, a propósito del último libro de Javier Cercas. ¿Qué nivel cabe exigir? ¿Cuánto podemos pedirle a un intelectual que decide intervenir en un debate de amplio alcance político o social? ‘Claro que hay que llegar a los libros con cierta benevolencia –escribí– dispuesto a conceder el beneficio de la duda’. Sin embargo, también creo que los críticos no tenemos por qué renunciar a la evaluación de los líderes de la opinión pública española –como lo son Cercas y Muñoz Molina, por más que también sean novelistas– según criterios intelectualmente exigentes, reconociendo méritos pero también señalando debilidades. Y esa necesidad de aproximarse a los libros con lupa en mano es mayor cuando se trata de textos que, como los de Muñoz Molina y Cercas, generan una enorme atención mediática… Como hispanista afincado en Estados Unidos, me parece que los modos y medios convencionales de los que se suele servir mi gremio –los artículos y monografías especializados de difusión mínima, en mi caso además muchas veces publicados en inglés– no sirven en absoluto. Al mismo tiempo, como lector de la prensa cultural española desde hace un cuarto de siglo, se me hace que lo que pasa por crítica cultural está, las más de las veces, movido no por la exigencia sino por el miedo, el desprecio, la vanidad o la admiración obligada (una forma de respeto ante la vanidad ajena).


“La gran virtud de Gregorio, El Inclemente –concluye Sebastiann Faber–, es que se atreve a romper, ostentosamente, las normas no escritas de esta cultura cerrada y mandarinesca de imposturas y secretos a voces. Entra a ese mundo como lo haría Clint Eastwood en su papel de Dirty Harry dispuesto a hacer lo que haga falta para acabar con los malos, sin que le importe salpicarse la camisa de sesos o romper alguna ley, humana o divina, permitiéndonos a los demás mantener las manos y conciencias más o menos limpias. Su forma de proceder es efectiva pero casi demasiado: la devastación que deja es tal (todos muertos, la casa quemada, el pozo contaminado) que es difícil imaginarse que nadie pueda volver a leer, escribir, pensar o comprender allí por donde pasó el pistolero. La crítica inclemente a lo Morán es necesaria pero no basta, ni tampoco es una alternativa sostenible. No hace falta más de un Harry, el sucio. Y los que disfrutamos de verle acabar con los casposos no nos podemos permitir quedarnos sentados. Las alternativas las tenemos que construir nosotros. En cierto sentido el momento nunca ha sido más propicio: la apertura de la esfera pública española y la proliferación de medios nuevos ya ha venido inspirando experimentos con nuevos modos de crítica más exigentes, sí, pero también más honestos, creativos, dialogantes y participativos. Eso sí, sería una gran lástima que los que nos dedicamos a reflexionar y escribir sobre España desde universidades extranjeras nos perdiéramos ese tren”.

Estados Unidos bombardea el hospital de MSF de Afganistán.

Pero dejemos de hablar ya Sebastiaan Faber y de la España de Morán,  para ocuparnos de la influencia de la política americana en Afganistán.  El sábado, 3 de octubre, los estadounidenses bombardeaban el hospital de Kunduz, ciudad de 300.000 habitantes en el norte de Afganistán,  acabando con la vida de 22 personas. El ataque dura más de una hora y destruye unas instalaciones en las que, según la versión oficial, se escondían talibanes. Poco después, la organización Médicos Sin Fronteras reclama la intervención de una comisión independiente de investigación humanitaria sobre el mismo. Y la presidente de MSF, Joanne Liu, confirma desde la capital suiza que el bombardeo americano contra el hospital es “un ataque contra los Convenios de Ginebra”. Declara no tener confianza en la investigación militar interna e insta a los Estados que forman parte de la Comisión Internacional Humanitaria de Investigación (International Humanitarian Fact-Finding Commission) a abrir una investigación. “Los hechos y circunstancias de este ataque –agrega– deben ser investigados independiente y parcialmente, dadas las inconsistencias entre EEUU y Afganistán sobre lo sucedido en los recientes días”. El Pentágono informa que el ataque ha sido solicitado por sus aliados afganos al recibir fuego enemigo. Tres días más tarde, el general John Campbell, jefe de la misión de la OTAN en Afganistán, declara que el centro médico había sido marcado como objetivo “por error”. Más tarde, la Casa Blanca apuntaba que dicho ataque era “una profunda tragedia”, mientras MSF otorgaba la responsabilidad a EEUU. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, llama por teléfono a la presidenta de Médicos Sin Fronteras (MSF), para pedir perdón por este bombardeo de las tropas norteamericanas. El portavoz de la Casa Blanca, Josh Earnest, revela que Obama ha asegurado a Liu que “habrá una investigación transparente, objetiva y rigurosa sobre lo sucedido”. Entre los fallecidos había doce trabajadores de MSF y diez pacientes, según el último comunicado. En cuanto a las especulaciones sobre la presencia de talibanes en el hospital, MSF recuerda que “ni un solo miembro de nuestro personal informó de combates dentro del complejo hospitalario hasta que se registró el ataque aéreo estadounidense de la madrugada del sábado”. Además, declara que “el hospital fue golpeado de forma reiterada y precisa en cada ataque aéreo, mientras que el resto del complejo quedó casi intacto”, por lo que cuestiona el planteamiento de los “daños colaterales” esgrimido por Estados Unidos. “Cualquiera que fuera la situación, va en contra del derecho internacional humanitario bombardear un hospital repleto de personal médico y pacientes” sentencia  Wahidolá Mayar, portavoz del Ministerio de Salud afgano, tras criticar a su homólogo en el Ministerio del Interior, Sediq Sediqi, quien sostenía  que los integrantes del grupo Talibán se habían ocultado en el hospital. Mayar es uno de los primeros en culpar a Estados Unidos del ataque.

Entre los muertos hay 12 trabajadores de MSF y 7 pacientes, entre ellos tres niños.

Si el sábado, 3 de octubre, es Zeid Ra’ad Al Hussein, Ato Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, quien califica el bombardeo de EEUU contra un hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF), en Kunduz, de posible crimen de guerra, al día siguiente es la propia ONG la que eleva la cifra de víctimas mortales a 22 (12 miembros de MSF y 10 paciente) y exige que se realice “una investigación transparente a cargo de un organismo internacional independiente, ante la clara presunción de que se ha cometido un crimen de guerra”. La “clara presunción” se deduce no sólo de que todas las partes en conflicto estuvieran claramente informadas de la localización del hospital sino, sobre todo del hecho de que el bombardeo “continuara durante más de 30 minutos después de que la autoridades militares de Kabul y Washington fueran informadas por primera vez de que se estaba produciendo el ataque”. Pilar Estébanez, médico y presidenta de la Sociedad Española de Medicina Humanitaria, sostiene en Actualidad Humanitaria.com que Kunduz no ha sido un daño colateral, sino un crimen de guerra. Estas muertes se suman a los más de 120 trabajadores humanitarios que han muerto, desde el verano de 2014, muchos de ellos víctimas de las situaciones de conflicto y la inseguridad, de secuestros o de accidentes de tráfico mientras cumplían con su trabajo. En esta ocasión hay una diferencia importante: estos doce trabajadores han muerto víctimas de un ataque deliberado realizado por fuerzas estadounidenses, a sabiendas de que se trataba de una instalación civil donde sólo había personal civil y pacientes. Según declaran los responsables de MSF, “las autoridades militares conocían de sobra las coordenadas del hospital, e incluso fueron avisados de que estaban bombardeando un hospital en el que no había combatientes. Por tanto, no pueden aceptar que las autoridades hayan calificado esta masacre como trágico incidente, ni las profundas condolencias del presidente Obama, aduciendo la excusa de que buscaban talibanes, puesto que detrás de estas huecas declaraciones no hay más que una intención de eludir las responsabilidades y lograr la impunidad de los culpables”.

La aviación norteamericana anuncia una investigación de estos “daños colaterales.

Obama declara que va a esperar a tener todos los resultados de las investigaciones antes de hacer un juicio definitivo sobre “las circunstancias de la tragedia”. Ban Ki-Moon, secretario general de Naciones Unidas, exige también una investigación “imparcial” que exija responsabilidades. Pero ¿quién va a investigar? ¿Estados Unidos? Ya tenemos experiencia en sucesos similares y en investigaciones de incidentes parecidos y sabemos cuáles han sido los resultados: la impunidad que Estados Unidos garantiza a sus fuerzas militares cuando actúan en el extranjero. Las leyes humanitarias, el Derecho Internacional Humanitario, como recordó el secretario general de la ONU, protegen explícitamente los hospitales y el personal médico. En esta ocasión, se ha violado deliberadamente una ley internacional. Se trata, por tanto, de un acto criminal que debe ser juzgado sin dilaciones. Un representante de Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos coincide con Ban Ki-Moon en la exigencia de una investigación y añade que el ataque puede ser considerado como “un acto criminal”. “Los agentes militares internacionales y afganos tienen la obligación de respetar y proteger a los civiles en todo momento y las instalaciones médicas y sus profesionales son objeto de protecciones especiales”, afirma su director, Zeid Ra’ad Al Hussein, en un comunicado. “Estas obligaciones deben aplicarse independientemente de qué fuerzas están implicadas y cuál sea su localización”. El ataque de los yanquis, aunque sea bajo el paraguas de la OTAN, supone una de las más graves violaciones del Derecho Internacional Humanitario desde la creación de la ONU y la proclamación de las Leyes Humanitarias, perpetrado por fuerzas militares, sin un contexto de atentado terrorista ni de grupos rebeldes en batalla.

Era el único hospital que funcionaba en Kunduz, ciudad en disputa entre talibanes y tropas afganas.

Digan lo que digan las investigaciones, en este caso está claro que ha sido un ataque deliberado: los responsables de la matanza conocían la situación del hospital, puesto que MSF, como hace habitualmente, había proporcionado el pasado 29 de septiembre a las fuerzas militares las coordenadas GPS del centro hospitalario, precisamente para evitar un posible bombardeo por error. Pese a ello, el hospital es bombardeado repetidamente, en intervalos de 15 minutos, por varias oleadas. El edificio principal, que alberga la unidad de Cuidados Intensivos, las Salas de Emergencia y la sala de Fisioterapia, es golpeado repetidamente con mucha precisión durante cada incursión aérea, mientras que los edificios circundantes quedan en su mayoría intactos. MSF asegura en una declaración que, nueve minutos después de la primera oleada, el personal de la organización telefoneó a funcionarios de la OTAN, en Kabul, y a militares, en Washington. Sin embargo, los bombardeos continuaron. No se puede aceptar que se considere este acto como “un daño colateral”. Más bien, este ataque ha provocado daños colaterales, puesto que ha suprimido de un plumazo la atención traumatológica a la población de Kunduz, un servicio considerado muy necesario. En apenas una semana, el hospital había tratado a 394 heridos civiles. En el momento del ataque aéreo, había 105 pacientes y sus cuidadores en el hospital, junto a más de 80 trabajadores internacionales y nacionales de MSF. Era la única instalación con servicios de traumatología y cirugía en toda la región del noreste de Afganistán, y proporcionaba atención gratuita que salvaba vidas. Tampoco se sostiene la excusa de que las fuerzas aéreas estaban atacando a combatientes talibanes que aparentemente se habían refugiado en el hospital. 

Para la ONG este ataque supone una grave violación del Derecho Internacional Humanitario.

No es la primera vez que Estados Unidos se encuentra en el punto de mira por causar víctimas civiles con sus operaciones aéreas. El pasado julio, diez soldados afganos también resultaron muertos por error cuando aviones norteamericanos atacaron la presa que vigilaban en la provincia de Logar, al este del país. Durante los 14 años que ya dura la guerra de Afganistán han sido numerosos los casos de bombardeos a bodas, reuniones tribales y otros accidentes que han terminado minando la confianza de los afganos por incumplimiento de sus propias leyes, atacando y produciendo muertes entre la población civil. Según la ONU, Estados Unidos es responsable del 1% de las muertes de civiles en Afganistán, lo que supone un total de 19.368 personas muertas desde 2009. En el transcurso de este año han muerto 1.592 civiles y otros 3.329 han resultado heridos, un aumento con respecto a años anteriores, incluso superior a 2014, el año con más víctimas desde el comienzo de la guerra en 200.


El director de cine Oliver Stone presentó el pasado viernes en Palma de Mallorca su libro, “La historia silenciada de Estados Unido”', escrito junto al historiador, Peter Kuznick. En él, carga contra la labor del presidente de EEUU, Barack Obama, así como contra la del ex presidente, George W. Bush, que “contribuyó a polarizar el mundo”. Sin olvidarse del ex presidente del Gobierno español, José María Aznar, “el perro faldero” de Bush. Stone criticó duramente a Obama, que “nunca ha estado cualificado para recibir el Nobel de la Paz” y que llevó “a peor” la situación heredada por Bush, “aumentando el estado de vigilancia” a pesar de declararse a favor de la transparencia. El cineasta  aseguró que darle el Nobel a Obama “fue un error” y que “su discurso en Oslo ya fue a favor de la guerra defensiva”. Dijo que la situación ha ido incluso a peor, que los grupos se han extendido a todos los países, que es el presidente que más ferozmente a perseguido a periodistas, que utilizó el acta de espionaje de la Primera Guerra Mundial para espiar a 17 personas y arruinar sus vidas, y que bombardeó siete países musulmanes y aumentó la guerra de drones que en cualquier momento podría usarse en su contra. Stone recomendó la serie documental que rodó junto a Kuznick sobre las “vergüenzas” de EEUU, base de la que parte este libro. Sobre los hechos narrados en la obra, Stone destacó que en él “no hay especulación, sino que es ortodoxo” y que, por ejemplo, con “datos muy concretos, demuestra que el objetivo de las bombas atómicas de Nagasiki e Hiroshima era la Unión Soviética y no Japón”. El director de cintas como 'Platoon' o 'Asesinos natos' reconoció que sus últimos proyectos fueron objeto de la censura. Recordó cómo su documental sobre Fidel Castro fue cancelado por la HBO a dos semanas del estreno o cómo los grandes estudios no quieren financiar nada que genere “controversia”. “Nunca lo llaman censura –matizó–. Leen el guión y les gusta pero, cuando llega a los 'jefazos', no te dan el apoyo. Para llevar a cabo mi último proyecto, 'Snowden' tuve que recurrir a distribuidores independientes y europeos”. Respecto a haber realizado tres cintas sobre la Guerra de Vietnam ('Platoon', 'Nacido el 4 de julio' y 'El cielo y la tierra'), dijo que él es “un dramaturgo de la historia” y que si hace “una película de Vietnam” no es porque sea Vietnam “sino porque hay una gran historia”. “En la primera, conté mi propia experiencia en la guerra; en la segunda, conté la historia de Ron Kovic, un veterano con parálisis, y, en la última, narré la vida de Le Ly Hayslip, una mujer que también vivió el conflicto”. Sobre la retirada de la HBO del documental 'Comandante', hecho en base a 30 horas de entrevistas con Castro, Stone lamentó que no le dieran explicaciones y que le pidieran si podía hacer otra cinta, cosa a la que se negó. “Después, hice otro documental, 'Looking for Fidel' (otro extracto de las entrevistas), y de ambos trabajos estoy muy orgulloso”, aseguró.

 Manuela Carmena y Ada Colau aprueban, según el CIS.

En una de las conclusiones de la encuesta postelectoral del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) que se ha publicado poco después de cumplirse 100 días de gobiernos municipales en España, las más importantes alcaldesas aprobaron. Las notas medias de las alcaldesas de Madrid y Barcelona superan las de los líderes nacionales y la de los miembros del Ejecutivo de Mariano Rajoy, que se quedan lejos del cinco. La alcaldesa de la capital, Manuela Carmena, recibe un 5,99 de nota media, según ese sondeo, realizado entre el 27 de mayo y el 23 de junio. En Barcelona, Ada Colau supera por unas décimas a su homóloga con un 6,05. No obstante, los ciudadanos dieron su opinión sin que diera tiempo a evaluar su gestión puesto que los ayuntamientos quedaron constituidos el 13 de junio. Colau y Carmena están entre los cinco dirigentes mejor valorados. A las alcaldesas sólo les superan el alcalde de Ceuta, Juan José Vivas, del PP, con un  6,5, y la presidenta de Navarra, Uxue Barcos,  de Nafarroa Bai, con un  6,2. La nota media de Carmena duplica a la que obtiene Esperanza Aguirre, candidata más votada pero que no logró gobernar. La presidenta del PP madrileño consigue un 2,96, una nota que se acerca a la que reciben los líderes nacionales, entre ellos Mariano Rajoy y los miembros de su Ejecutivo. En el último barómetro del CIS, correspondiente al mes de julio, la valoración del presidente fue de un 2,61. Pedro Sánchez, que se quedó en un 3,84, fue uno de los mejor valorados por los ciudadanos. El portavoz destituido del PSOE, Antonio Miguel Carmona, supera la nota del secretario general de su partido al obtener un 4,61. No obstante, el dirigente socialista es menos conocido entre los madrileños que responden a la encuesta. A pesar de la enérgica campaña del exdiputado socialista, que se anticipó varios meses, logró ser menos conocido que la actual alcaldesa, que se postuló para las elecciones apenas dos meses antes del 24 de mayo. Más de un tercio de los encuestados (38,8%) no conocía a la portavoz de Ciudadanos en la capital, Begoña Villacís, que obtiene una nota media de 4,85.


De los que desconocían a la candidata de Albert Rivera, un 21,7% no respondió a la pregunta sobre su valoración. El peor valorado es Alberto Fernández Díaz, portavoz del PP, que apenas supera el dos. La encuesta postelectoral también incluye a las capitales de Valencia y Aragón. En el primer caso, el alcalde, Joan Ribó, aprueba con un 5,06, aunque hay un 34,8% de encuestados que no le conoce. Frente al líder de Compromís, un 94,8% opina sobre su antecesora, Rita Barberá que suspende con un 2,87. Un dato relevante respecto al alcalde de Zaragoza es que, en el periodo inmediatamente posterior al 24M, más de la mitad de los ciudadanos (57,5%) no conocía a Pedro Santiesteve, según el CIS. El 30,6% que dio su opinión le concedió una nota media de 4,28. Sus oponentes tampoco eran mucho más populares: el más conocido era el portavoz del PP, Eloy Suárez Lamata, que obtiene un 4,31 de nota media del 48% que responde.


Estas fotografías no fueron modificadas digitalmente (sólo cortadas y pagadas), todo es producto de la imaginación de Stephen McMennamy, un fotógrafo que decidió jugar un poco, y unir pares de fotos con algo en común. Este es aún mejor que una imagen modificada con photoshop.






El humor de Lauro y Dino.

El humor en la prensa: El Roto, Forges, Peridis, J. R. Mora, M. Fontdevila, Lumpen, El Churro, Ricardo...















Pep Roig publicó: Todo va bien mal, Política bailable, Todo por la pasta, Defensores del fomento mundial de la pobreza,  Gobierno de Eppañia Todo por las multinacionales,  Sálvese quien pueda y Politician top dance.








Entre los vídeos de esta semana, otra Vuelta de Tuerka - Pablo Iglesias con Gregorio Morán (Programa completo), Publicado el  pasado 3 de mayo.

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 El Gobierno afgano confirma que EE.UU. bombardeó hospital de Médicos sin Fronteras en Kunduz.

 

 La vicepresidenta del Gobierno le había prometido a Pablo Motos bailar la canción con la que el equipo inicia el programa. Soraya Sáez de Santamaría no quiere ser menos que el socialista Iceta con su baile electoral e inicia el programa con ritmo junto al resto del equipo.

 

En el programa El Hormiguero, las hormigas realizan una divertida rueda de prensa a la invitada de la noche, que culmina con un curioso documento: el grupo de whatsapp de los políticos españoles.

 

En el quinto vídeo, Mariano Rajoy, que no quiere ser menos, ofrece el mejor monólogo de la noche en el Club de la Comedia. El presidente abandona temporalmente el plasma para regalarnos algunas de sus memorables reflexiones, dignas de un auténtico maestro de la comedia.

   

En el último, Albert Rivera crece y empieza a no hacer gracia al PP. Mariano Rajoy ve cómo el líder de Ciutadans ya le gana en Caraluña. ¿Podría ser La Moncloa el siguiente paso?