El “Ulises” de J. Joyce, un siglo después.
Hoy se cumplen los cien
años de la publicación del “Ulises”, de Jame Joyce –un escritor irlandés (1882-1942),
mundialmente reconocido como uno de los más importantes e influyentes del siglo
XX–, y los críticos y académicos siguen dándole vueltas a sus rompecabezas,
adivinanzas, alegorías y acertijos ocultos, dispuestos a saltar sobre ella
apenas pise un cepo de palabras. El autor comprime el largo tiempo de Homero de
hace veintiocho siglos en una sola jornada del Dublín de 1904s. Para ello, se
sirve de parodias y sátiras, intertextualidad, palabros, latinajos y un sinfín
de figuras retóricas para construir una historia. “Un libro –escribe David
Torres– ante el que infinidad de lectores, se han rendido; considerado una cima
inaccesible del idioma inglés y un faro para el arte de la novela. Esté donde
esté, sea en el cielo o en el infierno, entre dioses griegos o santos
bienaventurados, en el más allá o en la nada, el viejo hechicero irlandés, borrachín
y medio ciego, debe de estar frotándose las manos”.
El creado del “monólogo
interior” o “corriente de conciencia” se pierde a lo largo de
717 páginas, con citas, referencias clásicas, intertextualidad, parodias y
sátiras, crítica literaria, el callejero de Dublín (edición siglo XIX),
palabros, latinajos, jerga, exclamaciones, palabras soeces y un sinfín de
figuras retóricas para construir su historia. Y, “mientras algunos piensan que
se trata nada más que de un monumental canto a la pedantería, otros aseguran
que es el texto más influyente de la literatura occidental desde la publicación
del Quijote… El propósito declarado de Joyce era no dejar títere con cabeza. En
este sentido, no sería vano hermanar su esfuerzo con el de Virgilio –quien aunó
en un solo volumen la Odisea y la Ilíada (por ese orden) sólo para darle a Roma
un fantasioso origen troyano– no tanto por el modelo homérico como por la
magnitud del intento. Otro tanto puede decirse del Ulises, un libro en el que
Joyce apuntaba nada menos que a Homero. Con ser la principal, como advierte el
título y el andamiaje de los capítulos, la sombra de la Odisea sólo es uno de
los muchos pilares de un edificio cuyos lances y personajes remiten también a
La Divina Comedia, a Hamlet o a La Venus de las pieles, entre docenas de
títulos famosos. Por supuesto, también la Biblia y los Evangelios andan por ahí
a todas horas, porque en la erudición laberíntica de Joyce pesa mucho su
educación jesuítica y su fascinación por los ritos cristianos…A la Iglesia
católica pueden y deben reprochársele multitud de crímenes imperdonables,
inquisiciones, persecuciones, latrocinios, pero también, para ser justos, el
mecenazgo de un caudal artístico incomparable: músicas, pinturas, esculturas y
catedrales. Una de esas catedrales se llama James Joyce y está hecha de
palabras”.
Joyce pretendió meter en su
novela todo lo que hasta entonces se había quedado fuera del marco tradicional
de la novela: el tedio de las horas perdidas, la somnolencia, las funciones
fisiológicas, la comida, la digestión, la mierda, la escatología, la
trivialidad, la palabrería, el hipo, la risa, la tos, el enjambre de
pensamientos absurdos y repetitivos. “Quería relatar no sólo los hechos
pequeños y esperpénticos de unos cuantos personajes a lo largo de una sola y
aburrida jornada, sino todo lo que se les pasaba por la cabeza, por el oído, la
nariz, la boca y los ojos, todo lo que les bullía en las tripas, todo lo que
ocurría alrededor con todos los armónicos visibles e invisibles, audibles e
inaudibles. Dicho en una sola palabra, solemne y banal, repetida tres veces
como una invocación o un acorde: la vida, la vida, la vida”.
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